jueves, 24 de septiembre de 2009

DERECHOS HUMANOS

DE LOS DERECHOS HUMANOS HACIA LA HUMANIDAD DE DERECHO.

Escrito por Osvaldo R. Burgos Martes, 17 de Marzo de 2009 15:42

En El mercader de Venecia, sin dudas la obra más jurídica de Shakespeare, observamos la cruda irrupción de una huella de incomprensión lamentablemente repetida, con crueldad extrema, en el transcurso de la historia occidental: la pérdida de la perspectiva en la imposición del mandato, la instauración de la mirada valorativa del ordenamiento positivo –percepción nada ingenua que, necesariamente, segrega en el acto de su imposición- sobre aquello que una determinada persona –o grupo, o cosmovisión minoritaria- es, y no sobre lo que hace ....

Sumario:

1. “los judíos” del no ha lugar. 2. la peligrosidad de la jerarquización. 3. la humanidad de hecho. 4. Los derechos humanos como formulación política. 5. hacia la humanidad de derecho.
Si en todo lo demás somos tan semejantes, ¿por qué no habremos de parecernos en esto? Si un judío ofende a un cristiano, ¿no se venga éste, a pesar de su cristiana caridad? Y si un cristiano a un judío, ¿qué enseña al judío la humildad cristiana? A vengarse. Yo os imitaré en todo lo malo, y para poco he de ser, si no supero a mis maestros.
William Shakespeare1

1- “los judíos” del no ha lugar.
En El mercader de Venecia, sin dudas la obra más jurídica de Shakespeare, observamos la cruda irrupción de una huella de incomprensión lamentablemente repetida, con crueldad extrema, en el transcurso de la historia occidental: la pérdida de la perspectiva en la imposición del mandato, la instauración de la mirada valorativa del ordenamiento positivo –percepción nada ingenua que, necesariamente, segrega en el acto de su imposición- sobre aquello que una determinada persona –o grupo, o cosmovisión minoritaria- es, y no sobre lo que hace.En su necesidad de exponer lo evidente –el judío es un hombre, los cristianos también lo son- Sylock, el marginado, respeta el gesto de marginación –de diferenciación- que lo excluye: “En nada te había ofendido yo, cuando ya me llamabas perro; si lo soy, te mostraré los dientes”2 sostiene en otra escena del mismo acto y, a partir de ello, encuentra en la exclusión que se le impone, la legitimación para su pretensión de venganza.En tanto su propia humanidad no sea aceptada por el ordenamiento jurídico mal puede exigírsele, a él, el respeto hacia la humanidad de los otros.
En la Venecia del siglo XVI, por lo demás, la metáfora de representación, que el derecho –entendido como proceso- supone, excedía los dominios convencionales de la teoría, portaba la pretensión de instaurar un acto representativo, enviándose hacia el registro de lo fáctico.
Como sucedía en muchos otros lugares, allí, los hombres que profesaban la fe judía se hallaban circunscriptos a los límites de un ghetto, las puertas de la ciudad los excluían y, al llegar la noche, se cerraban con candados3.
Un pesado muro de piedra manifestaba, así, el límite de la legitimidad.
En la formación de una idea general de lo justo, replicando el modo en que lo legítimo se apropiaba del espacio común; también la juridicidad se escindía en el tiempo.
Esta escisión temporal apelaba, a su vez - en su búsqueda del respeto kantiano imprescindible para la supervivencia de toda normativa4- a una estructura de tiempo discreto que, concebida necesariamente en una serie de actos sucesivos, acabara por negar cualquier posibilidad al pensamiento de lo simultáneo.5
Entonces; en dos planos seriados:
1. de entre todos los hombres, la elección jurídica escogía los sujetos de derecho –en el ejemplo utilizado, aquellos que participaban del credo cristiano- y, deteniéndose en los silencios de sentido de su pronunciamiento6, establecía un espacio de marginalidad común a quienes no fueran objeto de ella.
2. luego, la ley se imponía – para todos- hacia uno y otro lado de la división convencional, con pretensiones de unívoco reconocimiento.
Hemos querido comenzar estas líneas con el ejemplo trágicamente vigente de la judeidad porque nos ha parecido de una fortaleza paradigmática al momento de apreciar:
1. La escisión instaurada por la elección de límites en la atribución de legitimidad – elección ésta, siempre arbitraria y denigrante en cuanto, según lo hemos esbozado ya, el mismo concepto de límite implica un margen y, consecuentemente, la marginalidad de quienes se sitúan en él- y
2. La reacción habitual al envío de tal escisión en la legitimidad, hacia la inscripción lingüística de lo temporal, verificada en la huella de selección aún más arbitraria, aún más denigrante, de la juridicidad.
Observamos que, a lo largo de la historia, esta reacción respeta el modelo advertido por Shakespeare: usualmente, los marginales, los denigrados de derecho, culminan por asumir los mismos parámetros que sirvieron para justificar su exclusión:

1. intentando ocupar probables resquicios de legalidad, filtrándose en una juridicidad que no los reconoce y exigiendo, así, legitimidad ante la verificación de su inusual posibilidad de replicación de los comportamientos que los excluyen, o bien,
2. resguardándose en la misma diferenciación arbitraria que los sitúa como marginados, como forma de desplazar, en cuanto les sea posible, tanto en el espacio como en la perspectiva temporal, el emplazamiento del muro definitorio, y definitivo, de los ghettos.

No obstante, la cuestión judía solo será tangencialmente nuestro tema; aún asumiéndola insoslayable, nos interesará únicamente como símbolo, vendrá a nosotros, apenas, en su carácter de gráfico de la externalización sistémica, habitual en el inicio de cualquier metáfora normativa.
“Escribo ‘los judíos’; no por prudencia ni a falta de algo mejor. Minúscula, para decir que no pienso en una nación. Plural, para indicar que no invoco con ese nombre a una figura o a un sujeto político (el sionismo), religioso (el judaísmo) ni filosófico (el pensamiento hebraico). Comillas, para evitar la confusión de estos ‘judíos’ con los judíos reales. Lo más real de los judíos reales es que Europa, por lo menos, no sabe qué hacer con ellos: cristiana, exige su conversión; monárquica, los expulsa; republicana, los integra; nazi, los extermina. Los ‘judíos’ son el objeto del no ha lugar por el que los judíos, en particular, son golpeados realmente” 7 8
En el instante mismo de la inscripción del margen de lo legítimo, la exclusión puede ser una mera posibilidad abierta en el vacío del discurso jurídico o un dato real de represión; de cualquier forma, una vez que los marginales ocupen su lugar, nadie –y este “nadie” incluye, obviamente, solo al conjunto total de los sujetos de derecho- sabrá “que hacer con ellos”.
Consideramos, en fin, que la postura que Shakespeare sostiene, en boca de Sylock, es un epígrafe apropiado para nuestra exposición sobre la redundancia y la imposibilidad que el mismo concepto de los derechos humanos supone:

1. fuera de su (loable) justificación política;
2. considerado, solo, en el plano lingüístico de la prescripción jurídica que, con él, se pretende imponer.
El no ha lugar con el que Lyotard grafica la cuestión de “los judíos” en abstracto, es una formulación claramente jurídica, que deviene de una demarcación del espacio-tiempo en el discurso colectivo, de la decisión, siempre arbitraria, que supone el ejercicio de fundar aquellas atribuciones de sentido por las que la juridicidad habrá de regirse.
Supone, entonces, –desde la facultad de instaurar tal división- una atribución de derecho: la denegación, a ciertos hombres, de su condición de sujetos; la exposición –en la narración a partir de la cual, los excluidos, se justifican- del silencio subyacente a las declamaciones con las que se expresa cualquier ordenamiento normativo.
De tal forma, y ya desde el mismo acto de creencia -inaugurado, tal vez, por el alumbramiento de un Verbo primordial- la elección de, solo, algunos hombres como sujetos de derecho no puede limitarse a un territorio ni circunscribirse a un tiempo.
Por el contrario, en tanto occidentales, debiéramos aceptar que la imposición de la otredad en los ordenamientos positivos se ha presentado como una constante desde los mismos inicios de nuestra cosmovisión; su perspectiva ha marcado, a través de los siglos y de las civilizaciones, todo nuestro devenir histórico.
2- La peligrosidad de la jerarquización.
Toda clasificación expone un orden jerárquico. Traza, al menos una línea: recepta y expele, acoge y desconoce, divide y, en el acto mismo de reconocimiento de aquello que resguarda, establece el límite fuera del cual, se extiende un vasto imperio de ajenidad y de diferencia.
El otro, los otros, no serán sino quienes se atrevan a exponer, desde la perspectiva de aquel que clasifica, una absoluta falta de pertenencia; de tal modo, su mera existencia como extraños, importa la previa adopción de un punto de vista: no hay clasificación posible si no hay, previamente, un clasificador; aquél que determina, quien detenta o, al menos, usurpa la facultad de dividir, de imponerse como el núcleo de lo expresable.
En el caso de la que aquí tratamos, la arbitrariedad de su elección ordinal pretende ocultarse tras una división ontológica: reconocer solo a algunos derechos la condición natural de humanos que debió ser entendida como inescindible del propio carácter general, supone enviar al resto – aquellos derechos que, necesariamente, debieran entenderse como “no humanos” o “inhumanos”, siguiendo este razonamiento- a una zona limbática de difusa verificación, reconocerlos a medias, atribuirles un carácter impropio de semiderechos.
Entendemos que un derecho es humano o, en su defecto, no es derecho. Es humano porque es derecho y, si es derecho, lo es para y desde el hombre.9
Sostener que ciertos derechos no son humanos – o, peor aún, que pudieran considerarse como inhumanos- importa negarles su existencia como derechos; prescindiendo del hombre, ningún derecho parece concebible.
Aceptar lo contrario devendría, necesariamente, en la obligación de postular una doble idealidad, injustificable desde cualquier perspectiva racional.
No hablaríamos aquí de un mundo de los derechos asimilable al de las Ideas platónicas, en cuanto tales arquetipos se forjaban en la mente de los hombres. Mucho más allá de eso, aceptar como no humanos a ciertos derechos, importa otorgarles carta de identidad en un mundo no solo independiente de lo sensorial, sino también de todo lo concerniente al espíritu o, en términos socráticos, del alma: un mundo que no puede ser aprehendido por el hombre –ni siquiera en forma de arquetipo- y aparece, entonces, como inaceptable bajo cualquier marco teórico.
El hombre es la medida y el fin del Derecho.
Es, además, una proyección desde el pasado y los condicionamientos sociales que comparte –una promesa de superación, dentro de ciertos límites y circunstancias- y un ser proyectivo: en su necesidad de coexistencia y de afirmación a partir de los Otros que lo miran – e integran el colectivo de cuya referencia no puede evadirse- construye una idea particular que, confrontada con la idea general que la condiciona, lo sitúa en el marco de su naturaleza efímera.
En tal sentido, una clasificación ordinal de los derechos es necesaria; no obstante no debiera cederse a la tentación de sostener aquella clasificación de la que se participa, como unívoca, eterna –característica que incluiría a la anterior, por su propia definición - o entenderla –a partir de la eternidad de su univocidad- como un mandato natural: he aquí la peligrosidad extrema del concepto, hoy tan ampliamente aceptado.10
Las posibilidades de estructuración de una sociedad son múltiples; perder de vista esta multiplicidad importa incurrir, irrefragablemente, en una cierta propensión hacia el totalitarismo.
3. la humanidad de hecho.
La propensión al totalitarismo se afinca en el espacio de lo no clasificado ni clasificable: la posibilidad de un vacío, de sentido, entre el mero portador fáctico de humanidad y el sujeto legítimo que la juridicidad impuesta, elige reconocer.
Si el subjectum juris es entendido como un ente, que puede adquirir (derechos) y contraer (obligaciones); en toda la extensión de su imperio unívoco, nada obsta a que la humanidad pueda entenderse como un derecho más, susceptible de adquisición por él.
De este modo, una vez reconocida, que fuera, la situación del subjectum juris (el ente, la persona) en el centro común de la juridicidad y de la legitimidad, deberá aceptarse la imposición unívoca de su perspectiva en la atribución de valor en el (inicio del) ordenamiento positivo. El ente hipostasiará, así, al hombre; la imagen será, en un plano lingüístico anterior (en un espacio-tiempo inmediatamente precedente) al reconocimiento de lo reflejado.11
Es decir: no usurpa, el sujeto de derecho - siguiendo este razonamiento- el lugar del ser, en cuanto no hay un lugar para el hombre, como tal, antes de su teorización jurídica.
Más acá de ello, la figura de aprehensión representativa, se arroga –de nuevo- y, luego se reserva el derecho de atribuirle, al mismo individuo, la humanidad, desde su propia –y arbitraria- decisión de reconocimiento.
“La vida es el uso y no la producción de las cosas y el esclavo sirve solo para facilitar este uso. Propiedad es una palabra que debe entenderse como la palabra parte que, al serlo del todo, pertenece en absoluto a otra cosa que a ella misma. El amo es señor del esclavo y es otro que él; el esclavo, por el contrario, no solamente es esclavo del amo, sino que le pertenece todo entero. Esto demuestra lo que el esclavo es en sí y lo que puede ser. Aquel que por una ley de la naturaleza no se pertenece, sino que, sin dejar de ser hombre, pertenece a otro, es naturalmente esclavo. Así, el esclavo es propiedad ajena, y la propiedad es un instrumento necesario a la existencia.”12(..) “Hay en la especie humana individuos tan inferiores a los demás como el cuerpo al alma o la fiera al hombre”13
Observamos, en la deconstrucción de esta afirmación aristotélica, que:
1. el esclavo era considerado, en la obra de Aristóteles, como hombre14 –no obstante aceptar, luego, su pertenencia a otro hombre-
2. la humanidad no implicaba, por sí en ese marco, la condición de sujeto. El hombre esclavo, en cuanto posesión, carecía de todos los derechos.
3. El concepto de especie humana se hallaba sujeto, en su interior, a la imposición de jerarquizaciones ontológicas: se identificaban, en él, hombres superiores y hombres inferiores.


Esta es la perspectiva que retoma Shakespeare en El mercader de Venecia, y a la que se refería Lyotard al denunciar lo inabordable en el problema de “los judíos” como construcción teorética.
Sin embargo, en algún momento de la historia –final de la Segunda Gran Guerra, holocausto y creación del Estado de Israel- la metáfora de representación se vio notoriamente excedida por el acontecimiento, que integra su naturaleza dual.
Entonces, ante la magnitud inusitada de este desborde de lo fáctico y la, consecuente insuficiencia de los mecanismos representativos disponibles - frente a tantos y tantos espacios despojados de sentido- resultó, políticamente, necesario reconocer la existencia de ciertos derechos, nacidos de la propia condición de humanidad: derechos inalienables e imprescriptibles; prerrogativas básicas comunes, de insoslayable reconocimiento –y respeto- para todos los individuos, por el mero hecho de ser hombres.
Esta atribución de reconocimiento genérico, surgida de una urgente necesidad política según se postuló, bien podría haber derivado en la concepción jurídica de una humanidad de derecho15.
Habría logrado, entonces:
1. Universalizar, sin márgenes, el imperio de lo legítimo, situando en el primero de los términos al hombre y, solo después, instaurando una atribución valorativa sobre su comportamiento.
2. Identificar el plano de sentido de la juridicidad con la aprehensión del relato normativo sobre el conjunto de los seres humanos, en su universalidad.
3. Negar cualquier posibilidad de diferenciación ontológica y
4. dirigir la perspectiva de lo legítimo hacia la valoración de las conductas y no de los hombres.
Por el contrario, en las huellas de su envío hacia la formulación prescriptiva, acabaron por invertirse los términos.
Desde la urgencia y desde la imposibilidad16, propia de todo acto de justicia; la humanidad devino -también ella- en valoración, migró hacia el segundo plano terminológico de un concepto inscripto, primero, en el orden del ente hipostasiado, en cuanto diferenciación positiva: los derechos humanos.
4. Los derechos humanos como formulación política.
Observamos que el acto de justicia –urgente pero imposible- requerido por la necesidad de reacción a las atrocidades de la Segunda gran Guerra se estructura, primero, políticamente y que solo después se envía hacia el lenguaje jurídico, con sus términos invertidos.
Este modelo de procedimiento no configura una excepción: en muchas ocasiones suelen utilizarse, en el campo del derecho, nociones de construcción política que se receptan sin crítica, formulaciones insustanciales que se repiten sin análisis.
Decir, en el marco del tema que estamos investigando, que debe reconocerse la prioridad de ciertos derechos ante supuestos de confrontación con otros, es una necesidad propia de la organización de cualquier colectivo social, tanto nacional como supranacional.
Sin embargo, sostener que solo algunos (aquellos que se consideran prioritarios) son humanos y que, por lo tanto, otros no lo son; equivale a limitar el universo de derechos vigentes.
Y ello, impuesto desde la arbitrariedad de una elección política, expone una evidente peligrosidad.
Si, además, tal terminología encuentra su validación ratificatoria en la rigurosidad de los círculos académicos; la peligrosidad en el acotamiento de las libertades, que su formulación promete, podría crecer exponencialmente en la mera consideración de las siguientes particularidades:
1. Los límites de la letra.
Según la más difundida de sus concepciones, los llamados derechos humanos serían aquellos que corresponden al hombre –en su formulación, recordemos, utilizado solo como identificación lingüística, aunque entendido como su imagen hipostasiada; esto es: el ente, el sujeto de derecho- antes (y más allá) de su integración a cualquier colectivo social.
Por definición, entonces, su existencia debiera preceder al mero reconocimiento que los inscribe e instituye en el relato jurídico; no obstante, una simple lectura del acta que los inaugura, parecería sugerir lo contrario.
De acuerdo a la edición castellana de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, éstos pueden ser definidos, alternativamente, en forma de afirmación posesiva del hombre como sujeto (siguiendo la fórmula “toda persona tiene derecho a” ) o, bien, en forma de limitación del avasallamiento del hombre como objeto (de acuerdo a tipos legales del modo “nadie podrá ser arbitrariamente privado de”, “nadie estará sometido a” o “nadie será objeto de”).
De tal modo que:
1. Las formulaciones de afirmación utilizan una conjugación en tiempo presente, reconocen una situación contemporánea al momento de la institución de cada derecho como propio de la humanidad, no dicen “toda persona tendrá derecho a” sino “toda persona tiene derecho a”. De cualquier forma, la misma necesidad de la declaración instaura el tiempo futuro en la conjugación jurídica, sea cual fuere el modo de la expresión verbal utilizada: si debió reconocerse expresamente que alguien tiene un derecho, es porque tal derecho se tuvo por inexistente antes de su instauración expresa, es decir, que este “tiene” ha de funcionar como un “tendrá”, a los fines de la prescripción y de la ejecución del mandato que importa.
2. Las formulaciones de inhibición se expresan, por el contrario, invariablemente en una conjugación de tiempo futuro: no dicen “nadie puede ser privado de…” sino “nadie podrá ser privado de”. Asumen, tanto en la elección de este modo de expresión como en su formulación casuística, que hubo quienes fueron privados de tales derechos y que, incluso, bien podrían estar siéndolo, contemporáneamente al momento de inscribirse la declaración.
La inscripción de ciertos derechos como humanos, estructurada como un acto de reconocimiento y limitación a futuro, parecería arrogarse, sin embargo, un carácter constitutivo, de aquellos derechos de los que, recordemos, ningún hombre puede ser privado, a riesgo, extremo, de perder su condición de hombre.
La humanidad no se observa, en ellos, como un don17 sino como una construcción, una característica de calificación que irrumpe como clasificación del orden jurídico.
Con ello se afirma a contrario sensu, que la humanidad es deconstruíble: el hombre pude perder su carácter de humano si ciertos derechos le son negados; su participación en el adjetivo genérico humanidad resulta condicional, se halla subordinada a la disposición de ciertos derechos básicos y primordiales.
Y es el reconocimiento a esta disposición –y no la mera y preexistente noción de humanidad- aquello que sitúa a ciertas facultades o prerrogativas, en un territorio inalcanzable para los Estados y sus regulaciones.
Los derechos humanos habitarían, desde el momento de su inscripción, una especie de territorios sin ley, habrían de hallarse más allá y más acá de todo orden normativo: se asumirían como pre y supraestatales; situados al margen de las soberanías, escaparían al poder de disposición de las autoridades.
“Considerando que el desconocimiento y el menosprecio de los derechos humanos han originado actos de barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad…” dice el segundo párrafo de la Declaración Universal, instrumentada como una reacción motivada por la culpa, inscripta en la urgencia por la reparación de los pecados de la Segunda Guerra: un acto de justicia tan necesario como imposible.

Esta formulación de reconocimiento de humanidad en ciertos derechos –y, por ende, no en otros- como acto de justicia, resulta discursivamente atrayente y, tal vez, haya aparecido como políticamente necesaria en algún momento del devenir histórico.
No obstante, desde una perspectiva de rigorismo jurídico, sostenemos que no debiera permitirse la puesta en crisis de la condición humana de aquellos cuyos derechos no son reconocidos por un ordenamiento determinado, en cualquier período histórico: entendemos que el hombre participará de los caracteres de humanidad –en tanto dignidad de lo humano- independientemente del reconocimiento que, de todos o de alguno de ellos, obtenga del ordenamiento jurídico.
El hombre es hombre –y, por tanto participa de lo humano y es, en tal participación, digno- antes de ser sujeto de derecho: por tanto, aún bajo el sufrimiento de la más extrema, y feroz, de las dictaduras –en la que le sean coartadas todas sus posibilidades de libre elección de conductas- la libertad, por citar el primero de los “caracteres de humanidad” más elementales, no resultará pasibles de aprehensión o pérdida.
Volvemos, así, a la postura que plantea Shakespeare en el parlamento de Sylock que citáramos al epígrafe: la figura del judío, lo dijimos, resulta paradigmática respecto a la peligrosidad de confundir lo que hacemos –o, tal vez, lo que pudieran hacernos- con lo que somos. 18
Más allá de la valoración convencional que, sobre ciertos comportamientos humanos pudiera predicarse, entendemos a la dignidad humana como inalienable, aún antes de ser reconocida por el ordenamiento jurídico e, incluso, excediendo a los límites de cualquier potestad estatal.19
Por lo demás, los territorios sin ley carecen de toda posibilidad de defensa de las garantías.
1. La pre-estatalidad.
Decir que un derecho es pre-estatal supone aceptar, aún hipotéticamente, la existencia de un elenco de prerrogativas jurídicas, antes de la conformación de los estados. Legitimar la idea del acuerdo de voluntades libres que, en cierto momento, negociaron una parte de su libertad para obtener seguridad y engendraron, así, a Leviatán.
Sin embargo, parece claro que si, tales voluntades, tuvieron necesidad histórica de pensar a Leviatán; la humanidad que hoy se entiende erguida sobre sus derechos primigenios, se hallaba amenazada, antes aún de cualquier regulación.
Tal vez, podamos recurrir a la interpretación de Carlos Nino, para ratificar nuestro planteo20:
“ (…) Defendió una concepción teológica de la justicia, Tomas Hobbes, en la medida en que, según él, los principios que constituyen están dados en su contrato social al que los hombres deben suscribir para satisfacer su propio auto-interés. La vida en el estado de naturaleza es “cruel, brutal y corta”, pero los hombres no pueden salir de ella simplemente por acuerdos mutuos, ya que ellos plantean problemas de acción colectiva –del tipo del que luego fuera llamado el “dilema de los prisioneros”- ya que cada uno desconfía en que el otro saque ventaja de la violación del acuerdo. De modo que los hombres deben primero acordar establecer un poder (el del Estado o Leviatán) que luego los fuerce a cumplir con los otros artículos del pacto. Esos artículos establecen los principios fundamentales de justicia, como el que los hombres deben buscar la paz, o renunciar a toda libertad respecto de otros, que no estén dispuestos a concederle a ellos sobre sí mismos.”
Es decir: Los derechos humanos de aquellas voluntades libres pacíficas, habrían sido resguardados, así, solo a partir de las prohibiciones del ordenamiento por el que se limitara la libertad de las voluntades libres agresivas, que las amenazaban.
Como se ve, el debate se envía, en estos términos, hacia terrenos puramente nominativos: los derechos pre estatales solo pudieron ejercerse, libremente, a partir de las limitaciones impuestas por el estado a otros derechos que, si fue necesario limitarlos desde la propia constitución estatal, podrían apreciarse también como pre-estatales y, en tanto haber sido objeto de limitación, no fueron reconocidos como derechos.
Es decir: desde la perspectiva de su pre-estatalidad, los derechos humanos no derivarían más que de la decisión política -y arbitraria- de Leviatán, de conceder o prohibir ciertos comportamientos previos de aquellas voluntades libres que, sin él, no acertaban a coexistir.
1. La supra-estatalidad.
Por otro lado, postular que un derecho es supraestatal no significa gran cosa: supone excluirlo de la autoridad estatal para someterlo a una autoridad superior al Estado.
No obstante, sabemos que nada garantiza la magnanimidad de las instituciones macroestatales, en cuanto su configuración política no resulta garantía de preservación de las condiciones de humanidad y otra es su función en la historia.
Esta confrontación de origen es la que legitima la particularidad, hartamente verificada en el ámbito político supranacional, de que la defensa de los derechos humanos de algunos, justifique la conculcación de los derechos humanos de muchos otros.
Es así como se reconoce el origen no jurídico de esta noción: el cálculo de costo-beneficio y su consecuente aceptación de los daños colaterales importa un concepto propio de la ciencia política, pero aparece como extraño y negatorio del derecho.
Desde otra argumentación, dado su carácter de último bastión de resistencia frente al avance de la regulación –sea nacional o supranacional-, los derechos humanos conformarían una especie de residual, aquello que es lo que queda luego del avance de la autoridad despótica; los derechos que se tienen aún cuando el orden jurídico ha conculcado todos los derechos.
No obstante, enfrentados al despotismo, de poco sirven: todas las autoridades aseguran respetar los derechos humanos, dentro del margen de su soberanía; la oquedad de las formulaciones jurídicas positivas no limita los comportamientos abusivos.
De tal modo que, según es posible advertir, el hoy generalizado concepto de derechos humanos vuelve a subordinar el reconocimiento de lo humano a la, previa y siempre arbitraria, atribución de lo legítimo, y en esa subordinación:
1. recurre, como el personaje del judío shakesperiano, a la exposición de lo evidente;
2. expresa la dignidad de lo humano, pero mal puede instaurarla y,
3. al no poder reconocer esta limitación, su formulación jurídica no logra barrer convenientemente los restos de sentido, no puede limpiarse de las reminiscencias de aquellos mismos excesos contra los que reacciona.
Entonces:
1. Ante su imposibilidad de abandonar el respeto a la diferenciación que se le impone como referencia, establece, en sí, otra limitación arbitraria, proponiendo desconocer la humanidad de los derechos que no incluye.
2. Limita, así, el universo de las potestades jurídicas, permitiendo el avasallamiento selectivo, con la instauración de un espacio de tolerancia e impunidad, signado por la existencia de prerrogativas legítimas no reconocidas como humanas.
3. Sitúa la aprehensión jurídica de ciertos caracteres comunes a (todos) los hombres, por sobre la misma existencia del hombre en cuanto tal: postula, de tal forma, una intención constitutiva de la inscripción normativa de ciertas facultades básicas.
La mera aceptación histórica de nuevas oleadas de derechos humanos, desde la declaración de París de 194821, ratifica nuestro planteo: antes del reconocimiento de la segunda generación, el error de considerar como inhumanos o no humanos a ciertos derechos, incluía a los contenidos en ésta y en las generaciones ulteriores.
Hoy –luego de tres actos políticos de reconocimiento institucional a la humanidad de algunos derechos más- el campo de tal ignorancia puede haberse acotado, pero sigue siendo muy vasto: confiamos en que la generalización expondrá, al fin, la inutilidad jurídica de la clasificación que nos ocupa.
5. Hacia la humanidad de derecho.
La propuesta de este trabajo es simple: comenzar a pensar a la humanidad de derecho, como concepción superadora de la, hoy tan difundida, construcción originariamente política de los “derechos humanos”.
Tal formulación habría de implicar, entre otras cosas, que:
1. Desde una perspectiva jurídica, no existen derechos no humanos o inhumanos, cuyo avasallamiento pudiera tolerarse sin mayores consecuencias.
2. Ninguna persona se encuentra más allá o más acá del derecho: nadie puede sobreponerse a las leyes y todos los hombres se reconocen en una idea general de lo justo, que los demás deben respetar, en cuanto no intente imponerse sobre cosmovisiones ajenas.
3. Todos los valores son arbitrarios y están sujetos a la interpretación de su contenido: la libertad, sin embargo, es ontológicamente constitutiva del hombre, nadie puede quitársela y permanece ajena a su reconocimiento normativo.
4. El hombre, como ser libre y temporal, es el fin último del derecho; la humanidad escapa a los alcances teóricos del subjectum juris.
5. El hombre es, también, aquello que le precede y lo que, razonablemente, podrá ser: una proyección y un ser proyectivo que se manifiesta en el tiempo y a partir del uso que decida para su libertad.
6. No hay opciones de existencia –ni sistemas políticos, ni cosmovisiones, ni ideas de justicia- que puedan considerarse ontológicamente superiores a las demás.
Si los derechos humanos suponen la necesidad de un reconocimiento que los configure, como tales; la idea de una humanidad de derecho - en cuanto sujeto y no predicativo de la advocación prescriptiva - precede a toda formulación política.
Parecería ser, en tal sentido, y asumida que fuera la inescindibilidad de cualquier hombre con su idea de lo justo que, una vez aprehendido el carácter arbitrario de toda jerarquización; el reconocimiento del derecho (o su falta) deberá dirigirse a las conductas y focalizarse en aquello que se hace, sin posibilidad alguna de juzgar lo que se es.
Es, justamente, esta diferenciación –entre los comportamientos juzgables y los hombres que los desarrollan- aquella que las víctimas de la imposición de un margen jurídico no debieran soslayar, en la defensa de su dignidad irreductible.
Y es, también y por sobre todo, el límite último del derecho, ante quienes - en cualquier tiempo y en todo sistema jurídico- pretendan erigirse en poseedores discrecionales de la legitimidad, con la intención –oculta o manifiesta- de utilizarla para sus intereses personales o de grupo.
1 parlamento de Sylock en El mercader de Venecia, acto tercero, escena I.
2 SHAKESPEARE, William, ib idem, acto tercero, escena III.
3 Si un judío pretendía pasar al otro lado del muro durante el día, por lo demás, debía identificarse utilizando un sombrero rojo.
4 Kant llamaba achtung a lo que nosotros hemos identificado como predisposición a la creencia; aquello que hace, según Hart, que la mayor parte de las prescripciones jurídicas contenidas en un determinado ordenamiento, sean obedecidas por la mayor parte de los justiciables a los que rige.
5 La elección de una temporalidad de pura sucesión y su, consecuente, negación sistémica a cualquier pretensión de simultaneidad o duración, no parece ser –como ninguna elección lo es, además- una postura ingenua: el tránsito de su huella conduce, necesariamente, a la inviabilidad de la equiparación; instaura la diferenciación y la jerarquía.
6 Como en cualquier relato, los silencios de sentido estructuran el pronunciamiento de lo legítimo, determinan una mínima inteligibilidad para los modos en que la elección se expresa y ocupan un espacio-tiempo, al menos tan grande como el que habitan las palabras de las prescripciones jurídicas impuestas.
7 Lyotard, J.F. Heidegger y ‘los judíos’, página 17.
8 También podríamos haber dicho, en similar sentido, “los homosexuales”, por ejemplo. El caso no es menos paradigmático: rara vez se desarrolla el debate que su planteo supone, en términos del reconocimiento a la libre elección sexual de todos los hombres; antes bien, suele hablarse de los derechos de los homosexuales, estableciéndose una evidente pretensión de identificación en la diferencia, con intenciones de desvirtuar una jerarquización falsamente ontológica, solo para imponer otra, igualmente falaz.
9 Podría oponerse a este concepto, el creciente reconocimiento institucional a los derechos de los animales, por ejemplo. Participamos de la postura de que, en cuánto seres vivos, el derecho que tiene un animal a no ser dañado no parece superior al derecho de un árbol a que sus hojas no sean arrancadas. El avance de los derechos de los animales por sobre los de los vegetales, por ejemplo, nos parece un resultado de la mayor identificación que, con ellos, pueden alcanzar los hombres. Así, no escuchamos a nadie hablar, por caso, de los derechos de los insectos.
10 Si se comparte la existencia de un mandato natural –y esto dependerá de las posiciones de cada uno en cuanto asumirá, tanto en la hipótesis de su afirmación como en la de su negación, la forma de un acto de fe y no de razón- su contenido debería ser, en sí, la necesidad de una jerarquización; de ninguna manera puede contemplar el orden de la misma.
11 De esta afirmación devendrán, necesariamente, dos ejes sobre los cuales estructuramos nuestras investigaciones habituales: a) el carácter endógeno de la idea primordial, constitutiva –en cuanto somos aquello que no podemos ver y es, justamente, la mirada de los otros, lo que nos constituye- y b) la noción del derecho –en cuanto idea general de lo justo- como referencia preexistente e ineludible en la conformación individual: software de base, garantía del continuo incesante en la temporalidad común a cada colectivo, inscripción de la ley en el discurso, como intento de trascendencia a la finitud insoslayable.
12 ARISTÓTELES, Política, página 16.
13 ARISTÓTELES, ib idem, página 17.
14 Desde tal perspectiva puede, claramente, diferenciarse el problema del esclavo –según su aproximación aristotélica- con las posteriores inserciones de sentido que significaron, cada una a su turno, las cuestiones de la indianidad y de la negritud, por ejemplo; en cuanto, frente a estos casos, la diferenciación trazaba un envío inverso: se trasladaba desde el registro de lo fáctico –el negro, el indio, como figuras notoriamente disímiles a los sujetos de derecho reconocido- hacia la representación –el indio como carente de alma, el negro como portador de un alma diabólica-.
15 La idea de humanidad de derecho debiera entenderse, aquí, en contraposición a la humanidad de hecho que portaban los esclavos, según visión aristotélica. Comprendida en su faz conceptual, la humanidad de derecho será la equiparación de los hombres frente a la instauración de lo legítimo; justamente lo contrario a cualquier intento de jerarquización o clasificación ontológica.
16 Urgencia e imposibilidad son los atributos con los que Jacques Derrida define el acto de justicia. Nos parecen, ambos, perfectamente aplicables a la necesidad de reconocimiento de la Humanidad como Derecho, surgida desde las atrocidades de la Segunda Gran Guerra.
17 Término utilizado por Jacques Derrida para abarcar el límite de lo deconstruible, el fundamento último no construído y por tanto no pasible de tornar objeto de reconstrucción: en Shakespeare, la revelación como vía de conocimiento.
18 Desde la cosmovisión cristiana imperante en la Venecia del siglo XV; la usura puede considerarse como una profesión reprochable, un comportamiento inmoral, aunque legítimo: ello no importa, en modo alguno, reconocerle validez al envío del reproche común, desde su adjetivación sobre la conducta, hacia la persona del usurero.
19 Modernamente, la tentación de sustituir el debate respecto a la aceptación de aquello que hacemos por la necesidad de afirmación respecto de lo que somos, ha mudado desde la perspectiva del victimario hacia la de la víctima: volvemos, para su gráfico, al ejemplo de los (hombres que prefieren realizar conductas) homosexuales, según ya se ha planteado en la nota 8. (ver).
En la Argentina, por ejemplo, aquellos que prefieren este tipo de prácticas, se escudan en su autoasumida diferenciación para denunciar su falta de reconocimiento; denuncian una especie de discriminación sistémica que encuentran, muy fácilmente, en las leyes vigentes, de matrimonio.
No obstante, ninguna ley prohíbe a un homosexual contraer enlace; solo se especifica que el matrimonio deberá formalizarse entre personas de distinto sexo.
Por lo tanto, un (hombre definido como) heterosexual o bisexual que por cualquier circunstancia –por ejemplo, fundándose en razones de conveniencia económica, de continuidad familiar o de mera compasión- pretendiera conformar una sociedad conyugal con otra persona de su mismo sexo, tampoco podría hacerlo: sin pronunciarnos acerca de la conveniencia, o no, de mantener dicha regulación; es claro que la misma se dirige hacia conductas y no hacia personas.
No deja de ser un rastro destacable, el de la marginación y sus interpretaciones: desconocido por su condición judía, Sylock, reclamaba a partir de la exposición de la identidad con el Otro cristiano, el respeto a su dignidad humana. En contraposición, hoy, los hombres argentinos que prefieren el desarrollo de conductas homosexuales –pretendiendo el reconocimiento de juridicidad a su elección extrasistémica, desde el punto de vista de las leyes maritales en vigencia-, sotienen su ajenidad, persiguen su reconocimiento diferencial como el Otro: así, con la misma lógica que el concepto de derechos humanos importa la aceptación de una humanidad condicional, quienes hablan los derechos de los homosexuales, acaban por circunscribir la condición humana de tales personas, al estrecho marco de su preferencia sexual.
20 NINO, Carlos; Derecho, Moral, Política; Tomo I, página 83.
21 Al momento, transitamos por la tercera generación de derechos humanos y hay ciertos autores que comienzan a postular la necesidad de reconocimiento para una cuarta –e, incluso, quinta- serie.

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