jueves, 5 de noviembre de 2009

FILOSOFÍA JURÍDICA

El derecho como idea constitutiva y marco posible de pensamiento. El continuo incesante y la supervivencia social.
El “don” que subsiste a la deconstrucción


Dr. Osvaldo R. Burgos
Doctrinario permanente de Microjuris Argentina.
Autor extranjero invitado de Persona e Danno (Milán, Italia).
Columnista revista Póliza (Uruguay) y GoSeguros (Bs. As).
Colaborador habitual Suplemento de Seguros de Eldial.com(Argentina).
Docente en Derecho de Seguros de Diario Judicial (Argentina).
Miembro Honorario de Philos Iuris.

1- La noción de fundamento último; el derecho y la reconstrucción.

He elegido este tema a los fines de presentar mi ponencia a este I Congreso Nacional de Filosofía del Derecho y IV Jornadas Nacionales de Derecho Natural, en tanto creo que su propia formulación importa todo un posicionamiento, una mirada ante el fenómeno del derecho que, entiendo, resulta coherente en general, con la orientación de mis investigaciones habituales –cuanto menos, con aquellas que vengo realizando durante los últimos años- y, en particular, con el marco teórico que he elegido para mi tesis doctoral en desarrollo: la ejecución de una tarea deconstructiva del derecho y, consecuentemente, la posibilidad de una nueva teoría jurídica a partir de “lo que queda”, de aquello que persiste luego de tal deconstrucción.
Fundo mi observación en el entendimiento de que identificar un tópico particular como “el fundamento último del derecho” importa, necesariamente, la concesión de ciertos presupuestos:
que hay un objeto de conocimiento llamado, o que podría llamarse, derecho. Que el derecho es, en el sentido de existir, de participar de “lo existente”.
Que tal objeto de conocimiento, el derecho, puede ser analizado. Por lo tanto, que además de ser, de existir, de participar de “lo existente”; el derecho se aprecia como:
independiente de quien lo analiza: diferente del sujeto que lo estudia, lo observa, se lo apropia o intenta determinarlo. En términos levinasianos, el derecho es un “otro” del justiciable y del jurista.
externo al propio análisis del que resulta objeto: no idéntico a su explicación, ajeno al discurso que lo interpreta.
Que ese “algo” llamado derecho, contiene un “fundamento”,
que tal “fundamento” es, al menos, identificable, y
que es válido referirse a tal “fundamento” identificable, del objeto de análisis que se da en llamar “derecho”, como un “fundamento último”.
Y es aquí donde observo la concordancia apuntada, en forma nítida. Decir “fundamento último” supone -a riesgo de caer en una insoslayable incoherencia, de no considerarlo así- la aceptación de una tarea deconstructiva previa, y ello porque ningún fundamento puede ser último si no se adopta la perspectiva de la deconstrucción.
Sin la aceptación de una tarea deconstructiva previa, deberá convenirse en que:
todo fundamento sería, por propia definición, “primero”, fundante, inicial, básico, y
permanecería, en su carácter fundamental, inaccesible a nuestra perspectiva, oculto y agobiado por el peso incalculable de los discursos que, sobre él, se erigen.
Pero hay más: si aceptamos –como parece ser inevitable- que sucesivas capas superpuestas de planos lingüísticos se extienden sobre el objeto de análisis que dimos en llamar derecho, y que una inconcebible multiplicación de discursos -doctrinarios, académicos, jurisprudenciales, normativos y procesales- se enciman sobre él; no nos será difícil convenir en que, además, tales planos lingüísticos:
suelen ser, incluso, contradictorios,
avalan la necesidad común, para su interpretación, de recurrencia a ficciones innumerables.
No se cubren idénticamente y ofrecen restos de sentido susceptibles de enviarse hacia otros discursos, tanto internos como externos al mundo jurídico.
Devienen, entonces, en envíos y metáforas que, a su vez, confluyen en la necesidad de nuevas ficciones y alejan al objeto, aún más, de sus fundamentos.
Solo luego de una tarea deconstructiva, puede aceptarse la pretensión de identificar un “fundamento último”, es decir “lo que queda” o, también y desde otra perspectiva, “lo que define” en sí, aquello que constituye el objeto de análisis: el derecho, en este caso.
Y cuando se considera, como es inevitable hacerlo esta vez, que el objeto de análisis es un fenómeno vivo –es decir, un continuo incesante en su mutación y devenir- tal fundamento último habrá de ser, también, “lo que ocurre” o, en términos derrideanos “lo que está pasando”en él., y por él.
La pregunta podría ser, entonces:
qué está pasando en y por el derecho o, bien,
qué es aquello que ocurre en él y por lo que él, también, ocurre.
Sabemos que el derecho, como precepto o mandato es según Derrida, esencialmente deconstruible en tanto tratarse de una construcción y resultar diferente, en este aspecto, a la Justicia, cuya deconstrucción sería, según el mismo filósofo argelino-francés, una “experiencia de lo indecidible”, una aporía, una imposibilidad surgida de la unidad esencial exhibida por todo objeto no construido.
Pero aquí estamos hablando del derecho y, en él, de la existencia de un fundamento último.
Esto es: de un elemento identificable, situado en el plano más despojado del fenómeno jurídico, y que solo será posible de identificar fehacientemente una vez que, el derecho, haya sido librado de las capas y capas de sentido que lo cubren y lo re-cubren, que lo presentan y lo re-presentan.
Solo después de “barridos” los restos - las diferencias de sentido- y apartados los envíos y las metáforas –las ficciones- que habitan en la formidable multiplicación de los discursos que posibilitan la mutación del derecho, como fenómeno vivo -y que, a su vez, lo complican y lo ocultan- será posible referirnos a su fundamento último.
Pero hay más: una vez culminada esta tarea arqueológica, tal “fundamento último” será, en sí mismo, todo el derecho.
Despojado de sus coberturas y ropajes, expuesto e irrepetible como la mónada desnuda de la que hablaba Leibniz, aquel fundamento último, tal vez inmutable:
será –por un instante- el propio objeto de conocimiento vivo -y en constante mutación- que mencionábamos,
asumirá la identidad de ese “algo” del que hablábamos al principio, que participa de lo existente y que es, en sí y por sí, más allá del análisis que lo aborda y de los ocasionales analistas que, en él, insisten.
En definitiva: concebido en la quietud de ese instante particular, el derecho no puede ser más que su fundamento último –al que en nada excede- y, según hemos observado ya, tal fundamento último solo puede ser apreciado luego de su deconstrucción.
¿Qué es el derecho, entonces, en el momento que sigue, inmediato, al despojo de todas sus vestimentas discursivas? No más que la resistencia de su fundamento último que se ofrece desinteresado, que se exhibe íntegro –y conmueve, por su indefensión- en toda su dignidad.
¿Y qué es, en sí, el fundamento último del derecho –que luego del despojo de sus ropajes de historicidad y positivismo, no será otra cosa más que aquél-?
Una ideaconstitutiva y constituyente que excede a todos los ordenamientos positivos y define al hombre como ser social.
Un continuo incesante que, materializado en tal idea, garantiza la supervivencia, casi milagrosa, de las sociedades.
Un marco posible, y probable, de pensamiento.
Somos el derecho que forma nuestra cosmovisión; nos es imposible concebir algo fuera de sus límites.
Bien común político, dignidad de la persona humana, protección de los “derechos humanos”.
No obstante, es preciso analizar las opciones que continúan, inmediatamente, al tema planteado que se expanden y se superponen desde y sobre él.
Puede observarse que todas ellas -“bien común político”, “dignidad de la persona humana” o “protección de los derechos humanos (entre comillas)”- supondrían un fin del derecho, remitirían a una razón –es decir, a un objetivo- antes que a un fundamento.
Así, no estarían respondiendo a la cuestión de “qué es” el derecho –o de “cuál es” su fundamento último- sino a un interrogante posterior: “para qué”, para qué se hace, hacia dónde va o para qué “sirve” el derecho.
Ello, en cuanto:
el “bien común político”, de existir, será siempre “algo” que se determina y se persigue. No se accede a él desde la experiencia directa, no es un objeto de análisis que se ofrezca en la inmediatez. Responde a la perspectiva de alguien con facultades de fijarlo –una persona, o un conjunto de personas en ejercicio de ciertas funciones- con independencia de que tales facultades sean otorgadas por consenso o arrogadas por usurpación.
Ergo; el “bien común político”, si es que se acepta tal cosa como partícipe de lo existente, estará siempre más allá de aquello que el derecho sea y de su fundamento.
Supone la existencia previa del derecho, como parámetro. Aún cuando se sitúe en su negación, le es imposible prescindir de funciones y facultades concedidas o arrogadas.
Desde su definición, alude a una “comunidad política” que es, evidentemente, un concepto impensable sin una idea de lo jurídico que lo preceda y sobre la que se asiente. No hay, no puede haber, “comunidad política” susceptible de ser construida sin derecho.
la “dignidad de la persona humana” aparenta, por el contrario, ser previa a cualquier otro concepto. Si es que se identifica, como parece ser aquí y pese a sus diferencias evidentes, al concepto de “persona humana” con el hombre, su dignidad no será tributaria de ningún fundamento o fenómeno jurídico.
El hombre –aquí asemejado a “la persona humana”, en cuanto a su campo de significación- es digno en cuanto es hombre y, desde que lo es, la dignidad es uno de sus atributos constitutivos.
Así, decir “dignidad de la persona humana” en este contexto, importa situarse bajo el concepto de justicia y no el de derecho, implica alejarse de cualquier posibilidad de construcción y deconstrucción.
Si aceptamos que la justicia solo es posible desde la dignidad –quien no es digno no puede ser justo, ni siquiera respecto a su propia persona- notaremos que la dignidad es, incluso, anterior a la justicia y convendremos entonces en que, al igual que respecto a ésta, toda tarea deconstructiva referida a la dignidad, expondrá necesariamente, la experiencia de un desplazamiento imposible, una aporía.
Ergo, la dignidad del hombre está más acá del derecho, supone un desplazamiento hacia lo anterior, se sitúa en una instancia prejurídica.
No es deconstruible –en cuanto no se construye- resulta preexistente a cualquier socialización o fundamento último del derecho, como forma o parámetro de relación entre los hombres.
En términos derrideanos, la dignidad humana es un “don” que se posee y jamás puede configurar un envío; no se pierde, no se interpreta, no se transforma, no se traduce.
Extraño a toda sombra de ficción, el hombre es digno porque es hombre:
aún cuando asuma conductas indignas,
independientemente de cualquier función que ejerza.
Debe notarse aquí una diferencia importante: la dignidad de los comportamientos (humanos) sí es una construcción –que incluye por tanto, la posibilidad de la (in)dignidad en la decisión- y entonces, pertenece al derecho y no a la justicia, resulta susceptible de su deconstrucción.
La dignidad de las acciones está “más allá” del derecho pero no puede ser, ni siquiera, un objetivo, una razón, una meta de lo jurídico. A diferencia del “bien común político” pertenece a un “más allá” inaccesible, inabordable, ontológicamente ajeno.
Por el contrario, la dignidad del hombre –o de “la persona humana” según aquí se formula- está “más acá” de todo fundamento del fenómeno jurídico y resulta previa, incluso, a la misma noción de justicia.
La expresión “protección de los derechos humanos (entre comillas)” parece estar proponiendo una tautología y denota, más allá de su referencia insuficiente, cierta evasión de la línea diacrónica. Si, desde que el hombre es digno tiene derechos –antes, incluso, de la noción de justicia- y, desde que la idea del derecho -aquel fundamento último del que hablábamos al principio- resulta constitutiva y constituyente -esto es, determina un marco de pensamiento dado- todos los derechos serían humanos, en el sentido en que no puede pensarse ningún derecho que prescinda del hombre. Allí las comillas con las cuales coincido, plenamente. Allí la tautología y la referencia insuficiente de identificar solo algunos “derechos” como “humanos” cuando todos lo son. La evasión de la línea diacrónica puede observarse en que:
si se considera a la “protección de los derechos humanos” como “la protección de todos los derechos”, debería identificarse tal expresión a “la protección del hombre”, en cuanto unidad que resume, en sí, a la universalidad que “los derechos (humanos)” constituyen.
Aceptando el concepto de “persona humana” como similar al concepto de “hombre”, según ya se ha desarrollado, aludiríamos entonces con esta proposición al concepto de (la protección de) “la dignidad de la persona humana” y nos situaríamos antes del derecho y sus fundamentos, en un plano claramente prejurídico.
Si, por el contrario, decidimos aferrarnos a la idea de “protección” como construcción tendiente a res-guardar determinados derechos – a los que limitamos, cuanto menos arbitrariamente, el concepto de “humanos”- elegiremos situarnos “más allá” del derecho, nos estaremos circunscribiendo a sus fines, imponiéndole una razón y un objetivo.
Es decir que el término “protección de los derechos humanos (entre comillas)” tanto puede situarse “antes” del derecho –e, incluso, “más acá” de la justicia- referir a la dignidad y resultar de deconstrucción imposible, como configurar un fin del mismo, un “más allá”, una meta, un objetivo planteado, una razón que se le asigna y que solo es posible identificar “después” de aquello que, el derecho, sea en lo fundamental.
Y hay más: ambas opciones pueden coexistir, en esta expresión que:
bien puede situarse “antes” del fenómeno jurídico, conviviendo con el hombre en tanto referencia última de todos los derechos que se decida identificar ( o no) como “humanos”, y ubicándose en idéntico plano lingüístico que la “dignidad de la persona humana) y, a la vez,
puede hallarse “después” o “más allá” del fenómeno jurídico, como parecería situarse la construcción protectoria de aquellos derechos que (antes que otros) se decide proteger. Habitaría, así, en un plano lingüístico similar a aquel “bien común político” que se proponía como primera alternativa de estas opciones.

Colofón.
En el marco de los escuetos límites fijados para esta presentación, entiendo haber esbozado algunos lineamientos en los que podría situarse una, muy necesaria, tarea deconstructiva del derecho.
Considero que las tres opciones propuestas (“bien común político”, “dignidad de la persona humana” o “protección de los derechos humanos –entre comillas-“) no pueden ser asumidas como fundamento último del derecho, en cuanto:
resultan ajenas al mismo,
se sitúan “más allá” o “más acá” –o “más allá” y, a la vez, “más acá”- de aquello que el derecho sea, como objeto de entendimiento y análisis.
Así, aún cuando pudieran fijarse más o menos válidamente como objetivos, fines o metas de un ordenamiento jurídico, tales alternativas devendrán insuficientes al momento de identificar al derecho, en lo fundamental.
Desprovisto de sus ropajes de historicidad y positivismo –lo hemos dicho ya- el derecho no será más que su fundamento último y, entonces, tal fundamento no puede resultarle ajeno, debe participar necesariamente de su existencia.
Asumido como aquello desde lo que, el derecho, se genera; tal “fundamento último” habrá de ser:
Una idea –y no un concepto- constitutiva y constituyente que excede –y, agrego, es previa- a todos los ordenamientos positivos y define al hombre como ser social.
Un continuo incesante –materializado en la persistencia de tal idea en el hombre- que garantiza la supervivencia, casi milagrosa, de las sociedades.
Un marco de pensamiento posible, que se expande a partir de las particularidades de tal constitución ideal.
Al igual que la dignidad, esta idea de lo jurídico podría configurar un “don”. Por ser un “don” y, además, por su carácter de fundamento último y elemental, no puede deconstruirse. Siendo “lo que queda”, “lo que pasa -en y por-” el derecho, “lo que ocurre, en él, y por lo que él ocurre” luego de la deconstrucción; no es –no puede ser- susceptible de envíos ni ficciones; no está sujeta a metáforas ni a traducciones.
Así, el fundamento último del derecho es una idea. de cuyo parámetro no podemos evadirnos. Y, aún cuando la neguemos en su contenido, fuera de sus límites nos resulta imposible todo pensamiento; cualquier decisión que la excluya supondrá –al decir de Kierkegaard- una inevitable instancia de locura.

NOTAS:
1-En el sentido dado por Levinas, Emmanuel, al concepto de “otro” en “El tiempo y el otro.”
2-Según lo aclara, expresamente, Derrida en el libro cuya autoría comparte con Roudinesco y se titula: “Y mañana que…”
3-Planteo de J. Derrida en “La fuerza de la ley.”
4-Expresado este término en el sentido kantiano y distinguiendo las ideas de los conceptos, en cuanto aquellas, a diferencia de éstos, resultan inasibles para el acontecimiento.
5-VER NOTA 3. Para abundar en el concepto de aporía, ver Derrida en “Aporías” y en “La fuerza de la ley.”
6-Para el concepto de “don”, ver Lyotard en “Peregrinaciones.”
7-El concepto de “línea diacrónica” alude a la naturaleza sucesiva de los acontecimientos, a la concepción de un tiempo lineal, en donde puede situarse una “serie” de hechos u ocurrencias, siempre desde el presente y tanto hacia el futuro como hacia el pasado.
8-Podría argüirse contra esta afirmación, que hay “derechos” que no aluden directamente al hombre, por caso los “derechos de los animales”. Entiendo que tales “derechos” no son sino obligaciones de abstención impuestas al hombre. Decir, verbigracia, que “todo animal tiene derecho a conservar su integridad física” es obligar al hombre a abstenerse de afectarla, en cuanto si la afectación proviene de otro animal, el derecho carece de toda respuesta .

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