jueves, 3 de diciembre de 2009

FILOSOFÍA JURÍDICA

CONGRESO INTERNACIONAL INTERDISCIPLINARIO DE FILOSOFÍA
CREENCIAS
Osvaldo R. Burgos


Su sentido y vigencia en el Siglo XXI
Córdoba, Argentina, noviembre de 2009.

Dios salve a los que creen, si es que existe(n)

-Salvar la fe, para que nos salve. Creer en la justicia para crear el derecho. Desvictimizar-
Osvaldo R. Burgos


“El ochenta y nueve por ciento de los estadounidenses contestan regularmente a los encuestadores de Gallup que Jesús los ama a cada uno de ellos de una manera personal e individual. Eso es algo que siempre me llena de pavor y no le veo la menor ironía.”
Harold Bloom.
ABSTRACT

En la relatividad compleja, los todos son limitados. Sin embargo, la creencia, para seguir siendo tal, no puede particularizarse; debe reconocer sus límites sin perder su vocación de universalidad. El hombre (aquel que cree y es creado) solo existe en plural, su existencia es siempre coexistencia.

La creencia es salvífica en cuanto permanece como real en el orden de lo posible; su realización, su inscripción en el orden del acontecimiento, la niega. En su condición de posibilidad, la creencia nos aleja del totalitarismo y de la disgregación.

Las sociedades de este tiempo complejo solo escapan al orden de lo milagroso en cuanto se inscriben en la huella de una intuición compartida: la noción de lo justo que las precede y justifica. En ellas, el Derecho no es la Justicia pero para obtener respeto de quienes deben cumplirlo, ha de manifestarla siempre –en aquellos modos que son un todo en su mismidad- en un como sí creíble.

La ad-venida de un tiempo futuro digno de fe, requiere la evitación del dolor en una conversación plural que no excluya voces. Lo primero que pierden las víctimas es la voz y el desafío para el derecho de este tiempo es, justamente, la urgencia de la desvictimización.

Y, claro está, una sociedad de víctimas (una sociedad sin voces, sin fe) no es habitable.

1

El título de este trabajo es, también, el final de uno de los escritos de mi último libro publicado. Lo he traído hasta aquí con la intención de desandar re-conociéndolo en una instancia crítica, el plano de sentido que su sola formulación, en aquella oportunidad, apenas esbozaba, se limitaba, tal vez, a sugerir.

Si el ser es solo ser representado, nada más que el relato importa; si nada es verdadero todo es digno de fe decíamos, antes de llegar a la expresión que hoy retomamos.

Rogatoria y duda (sálvalos/sálvanos si existes, si existimos; si creemos y merecemos por ello la salvación) que es, en un plano aún anterior, creencia en la necesidad de creer como única intuición de trascendencia (si acaso existiera y/porque/o existieran los que, de verdad, creen en él; Dios, apelación de nuestro credo, podrá salvarnos/salvarlos) y, solo después de su inscripción autolimitante, articula una simple expresión de deseo sujeta al orden de la posibilidad (que los/nos salve, al fin de cuentas, si es que hay alguien que pueda ser salvado, a partir de querer serlo, desde su creencia en él y en la salvación.)

Que el ser es solo ser representado, frente a la cuestión de la creencia tal vez como en ninguna otra circunstancia, es una afirmación que podemos dar por válida. Y entonces, nada más que el relato importa; pero, ¿qué relato? ¿Cuál de todas las representaciones posibles del ser? Y desde que un envío más que obvio, al hablar de creencias, nos fuerza a ocuparnos exclusivamente del ser-humano: ¿Cómo aprehender la complejidad de quienes portan, sobre sí mismos, discursos múltiples y muchas veces contradictorios?

En tiempos en que nada puede darse absolutamente por verdadero, ¿no será necesaria una creencia compartida para que la simple coexistencia deje de pertenecer al orden de lo milagroso ?

En un sentido lacaniano el “todo es digno de fe” de nuestra frase, es en realidad un notodo y solo puede re-afirmarse, en el primero de los planos abiertos por la formulación que antes fue nuestra conclusión y hoy es nuestro título (la necesidad de creer, que es siempre la necesidad de creer en algo) y ello, claro está, porque siempre se cree solo en algo de esa totalidad que existe como posible teórico, como un todo limitado, que es, entre otras, la característica más evidente del todos político , según sostiene Jean Claude Milner. Volveremos a rondar, oportunamente, este ejemplo.

Es decir: si nada es en principio verdadero, todo es en principio digno de fe. No puede creerse en todo, sin embargo, solo se cree en algo. Y aquello en lo que se cree, claro está, se tiene por verdadero; existe aunque más no sea en su institución a partir de la creencia.

Existe aquí y ahora, al menos como posible (la cuestión del tiempo no es menor en esta temática, según intentaremos desarrollar luego) y en ese existir, en ese tenerse por verdadero que se comparte; quien/lo que sea el objeto de creencia compartida funda y posibilita, además, la (co)existencia de aquellos que lo creen y lo crean, que son creados en él y lo re-crean, re-creándose a sí mismos.

Desde que “los hombres existen en plural y no en singular, (y) son los hombres y no el Hombre, quienes habitan la Tierra” el hombre existente es siempre coexistente y nadie puede existir/coexistir sin la referencia a una huella común, a una intuición de trascendencia (identificada ya en uno de los planos de sentido a los que antes intentábamos referirnos) en la que transcurra su rastro inmanente y se inscriba su singularidad. Esto tiene que ver –y he aquí una de nuestras más acendradas creencias- con una determinada noción compartida de lo justo, según intentaremos desarrollar en la segunda parte de esta charla. Pero aún es necesario recorrer un largo camino para llegar hasta allí.

Camino que, además, está notoriamente señalado, marcado, interrumpido, cortado y coartado por ciertas detenciones impuestas e inevitables, desde el momento en que adoptamos el paradigma que convoca este encuentro. Es entonces, también él, una huella

Desde Nietzsche, el viejo problema sobre la existencia de Dios no puede obviar la cuestión de su muerte como absoluto , como un uno que es todos en el sentido pauliano (al modo de Romanos, 5,18: “todos los hombres han pecado en uno solo, Adán; todos los hombres se salvan en uno solo, Jesús”) y en el que, sin restos ni resabios contaminantes, “el rasgo pertinente no es (no sea) solo el gran número, sino, por cierto, la exhaustividad, que abraza a todos los hombres pasados, presentes y por venir, sin omitir a ninguno”.

Sin embargo, a nuestra pregunta, que no es una cuestión ni un problema sino solo una pregunta, le basta con dar por sentado que es posible que dios exista y que, si existe puede salvar. La incógnita que la frase de nuestro título pretende instaurar, roza solo tangencialmente la existencia de dios (a quien pide la salvación, en cierto sentido de forma subsidiaria, casi por las dudas que articulan aquí un acto, aunque mínimo, de fe) y se centra sobre la existencia de quienes creen:

¿Existen (hoy) quienes creen? Y en todo caso, ¿En qué creen hoy (aquellos que son, que existen como) los que creen?

Cercamos así el (y luego, nos a/cercamos así al) tema central de este encuentro: toda creencia, por definición, ha de inscribirse en la temporalidad subjetiva de sus creyentes.

La creencia es, esencialmente, la espera del otro o, tal vez, la espera de uno mismo como otro y, para legitimarse como tal, necesita trascender la individualidad (no es lo que yo creo, sino lo que aquí creemos, lo que aquí suele creerse). Es allí donde la limitación del todo, que es un todo en su mismidad, pero debe aceptar la existencia de algo fuera de él, permite la irrupción de lo distinto, salvaguarda la continuidad de la conversación plural, pre-figura el advenimiento de lo esperado: creer, hoy, es lo que nos salva del totalitarismo y de la disgregación.

Su comprensión nos permite compartir el pavor que dice sentir Harold Bloom, por la estadística que refiere en la cita del epígrafe: si el Jesús personal de cada americano es un Otro, respecto al Jesús que les habla individualmente a sus connacionales, no habrá tal re-conocimiento de parte de Él, porque no habrá uno sino innumerables Él.

Pero semejante equiparación entre el creyente y Aquél mismo en el que cree, la pretensión de quien cree de ser, también, creído por el sujeto/ objeto de su creencia, de establecer con él una relación de tipo bidireccional, exhibe una gravedad aún mayor: dada la improbable coexistencia de seres elegidos por un Él que los ama con preferencia, los límites del todo notodo de una sociedad semejante, como tal, tienden a borrarse; lo otro, lo distinto, no puede advenir allí, por la sencilla razón de que ya ha venido.

La creencia común cede su espacio, en la estructura del yo de cada uno, a la convicción fundamentalista, muta en misión, inaugura la potencialidad de un mesianismo múltiple que arraiga en lo totalitario su dispersión formidable.

La realización de lo posible será entonces, en esta inacabable particularización y diferenciación exponencial del objeto de fe en apariencia común, la pérdida de su condición de posibilidad, de su ser como posible y, en un único y mismo acto, la negación de lo salvífico que solo puede entenderse en términos de espera.

“Salvar lo posible significa reconocer su irrealizabilidad. Para que se dé conciliación entre pureza de lo posible y existir aquí-y-ahora, no alcanza la vida, ninguna vida, en tanto vida humana” dice Mássimo Cacciari, para quien lo posible no es potencialidad de lo real sino que es, en sí mismo, real en cuanto es potencia.

Y desde que, es condición de tal planteo que, “el ‘Nosotros’ no reproduce –no pueda reproducir- de manera simple ni al individuo, ni al singular. (Porque) El ‘Nosotros’ que concluye la fiesta, la re-crea” parece por demás claro que un dios que ha perdido su universalidad, puede hablarnos, pero no nos salva.

El relativismo de una creencia que se comparte, entre otras posibles; la condición de notodo de aquella totalidad en la que se cree, supone en un único acto el reconocimiento racional de su irrealizabilidad plena –según planteaba expresamente Cacciari en la cita precedente- y, a la vez, la incertidumbre respecto a la fijeza de sus límites.

Ello abre, claro está, las puertas a la fe y justifica el carácter de creencia de la intuición de trascendencia colectiva (en el Nosotros precedente y supérstite, en el que se re-crea, una y otra vez, la fiesta de la vida) desde la que se estructura el yo racionalmente inmanente.

Frente a la univocidad replicada hasta el hartazgo y agonizante en el silencio, de aquellos fieles de un dios que es, a la vez, dios de un único e iluminado fiel (en cuanto su carácter de elegidos los excluye de toda con-versación y su completitud los expulsa, como sujetos, de la hipótesis de la salvación y de su espera) quienes creemos somos, precisamente y desde que creemos solo en algo, aquello que no podemos ver.

De modo que lo que no miramos es, justamente, lo que somos ( “como lo han señalado más o menos en la misma época el ruso Bajtin y el americano G.H.Mead, nunca podemos vernos –y, agregamos aquí, ni siquiera- físicamente por completo” ) y construimos nuestra imagen de nosotros mismos, a partir de las miradas de aquellos otros que nos importan (que son, entonces, los nos-otros en/con quienes habremos de inscribirnos) y a los que, a la vez, contribuimos a formar.

Desde esta perspectiva, la con-versación no puede detenerse y la incertidumbre de aquello que permanece como posible, articula la fe, legitima la espera.

Ahí está Henoch, por caso, excepción formidable de nuestro relato estructurante, para enviar a la más absoluta y antigua de las certezas (la mortalidad del ser humano, la experiencia ineludible de la muerte como condición de trascendencia) al simple dominio de la estadística.

La posibilidad de excepción dota de sentido a la regla, aún cuando la regla en cuestión se asuma y se evidencie como fatalmente falsa, en ciertas parcialidades (si fuera falsa en su totalidad, debiera descartarse como regla, ingresaría en el dominio del absurdo inconsecuente, claro está).

“Es esencial, para que dure la auténtica espera del Mesías, que puedan aparecer falsos Mesías. Estos últimos testimonian, en efecto, la viva esperanza de lo Verdadero, son ‘la forma mudable de una inmutable esperanza” sostiene Cacciari, en un planteo que nos envía directamente al texto cuya conclusión es el título de este trabajo.

Advertíamos, entonces, que en tanto toda sucesión importa simultaneidad, desde que toda diacronía es habitada sincrónicamente, nada impide que tales falsos mesías puedan bien coexistir con aquel a quien se espera y que, en cualquier caso, habrá de ser el que revele su falsedad:

“Los sacerdotes guardianes del tesoro perdido llevan sobre su cabeza –deben llevar- las tablas de la Ley, escritas por Dios.

Con cierta habitualidad puede vérselos peregrinar –o al menos debería podérselos ver, si es que allí estuvieran efectivamente- por el territorio etíope.

En razón del inconcebible número de impostores –que, en cualquier caso, los multiplican y los ocultan- es inevitable que acaben por integrar un conjunto excesivo, capaz incluso de prescindir, sin pérdidas notables, de su misma existencia.

Al fin, para un extranjero, resulta evidentemente imposible distinguir entre los escasos defensores de la última verdad –aquellos que habrían de custodiar el origen del conocimiento y la vía de salvación para toda la humanidad creyente- y la enorme proliferación de disfrazados, quienes, anzuelos para turistas y ladrones, solo abonan la pecaminosa pero necesaria superstición, en multiplicidad de réplicas falaces.

De forma que, siendo la verdad en el mejor de los casos, una de las posibilidades del error; una burda mentira, destinada tanto a pecadores obsesivos como a despreocupados viajeros, sostiene la integridad de la fe y, en última instancia, la preserva.”

El primer problema filosófico establece, según Nietzsche, un doloroso conflicto entre el hombre y el (su) dios , entre la criatura creada y el dios que es suyo y del que no puede apropiarse, para que siga siendo propiamente un dios creador.

Esto tiene que ver, naturalmente con la cuestión de la Ley que es, además lo que prefigura y, luego, acepta o niega al extranjero que no entiende, a aquel que se inscribe en otro lenguaje y para quien la distinción más obvia resulta evidentemente imposible. Desde que no puede despojarse de lo sacro, ninguna ley puede justificarse sino en la creencia de aquello que lo excede: la Justicia, lo Justo, aquel (que es el) Justo, en sí mismo y que como tal crea, sin necesidad de creer en nadie ni en nada más: Yo soy el que soy es la afirmación de un yo que no admite coexistencias, es inhumano, es esencialmente un Otro de la humanidad.

2

La relación entre Justicia y Derecho, tal vez sea el mejor de los ejemplos para terminar de exponer aquello que intentamos decir aquí.

Se cree en la Justicia, se cree que debe haber algo (que sea lo) justo en cada instancia de decisión que el ordenamiento jurídico propone, se intuye lo justo compartido como posibilidad que justifica, en última instancia, la (co)existencia, excluyéndola del orden de lo milagroso.

Sin embargo, cuando el Derecho señala a alguien (un Juez) y le dice “Haga Justicia”, está condenándolo a la angustia , lo despoja de su humanidad más primordial.

¿Quién puede ser, y a la vez asumirse como capaz de hacer lo, justo?

¿Quién, sin sentir/se inhumano, sin afirmarse patológicamente como un Otro de los hombres que con él coexisten, puede decir, esto es lo justo, o peor, Yo soy el que hago –identifico, construyo y luego, impongo- lo Justo a los demás que me con-forman en su visión de mí?

La Justicia no es algo que pueda hacerse desde la humanidad, esto es, no está como acontecimiento al alcance de los hombres y quien hace el Derecho (El Legislador) lo sabe sobradamente.

Si no lo supiera, asumiría que sus leyes no necesitan ser aplicadas por alguien más, sino solo controladas en su vigencia efectiva, en el respeto que se les debe. Los jueces resultarían así prescindibles y su función habría de enviarse a competencias policíacas.

Celebramos la imposibilidad, entonces, como una buena nueva: el espacio mediante entre la Justicia y el Derecho (que es un espacio de verosimilitud y no de verdad) es el que funda la creencia, el que contiene la fe en aquello que permanece solo como posible.

Si alguien intentara superponer exactamente a uno y a otro, como lo intentaron los Codificadores de la modernidad, según explica suficientemente entre tantos otros Paolo Prodi , la Justicia se perdería al anularse como posibilidad y la conversación plural sobre sus modos, debiera entonces detenerse.

No solo es insoslayable la diferencia; también es claramente deseable su re-conocimiento.

Como un falso mesías, que exhibe su falsedad parcial y exige a ella acatamiento inexcusable, las leyes del ordenamiento jurídico (que hacen como si manifestaran exactamente la Ley de lo Justo) habrán de regir la coexistencia en la que se inscriben, solo si pueden generar predisposición a su respeto, de parte de quienes deben cumplirlas.

La amenaza de sanción no es suficiente para diferenciar derecho de moral como habitualmente se alega, aunque nosotros preferimos hablar de ética, en este último caso: las llamadas sanciones morales suelen ser notoriamente más gravosas que las jurídicas (la expulsión del paraíso, tal vez sea el mejor ejemplo para judíos y cristianos, de una sanción moral como respuesta a lo abominable, a cuyo problema el derecho suele no poder oponer más solución que el silencio) y es posible, además, dar innumerables ejemplos de normas vigentes con sanciones imperativas gravosas que no dejan de incumplirse; el corte de calles y de rutas en la Argentina de estos tiempos, por ejemplo.

Estamos otra vez aquí en la limitación esencial de aquel todos político que habíamos suspendido antes. En él, cada decisión jurídica sitúa en riesgo la posibilidad de coexistencia pacífica, en cuanto com-promete, a futuro, la actitud subjetiva de cada uno frente al ordenamiento común.

Siempre una ley puede ser más justa, siempre una sentencia pudo haber sido más legítima.

Por ello, tanto legisladores como jueces, debieran dejar de pensar en términos de “hacer justicia” (y celebremos, según se ha dicho, que la justicia sea algo que no puede hacerse desde la humanidad) para adoptar como tarea propia la de garantizar la paz social en el colectivo en cuyo entramado sus decisiones van a inscribirse.

Esto es; la continuación del relato histórico que recibimos y habremos de legar, la simple posibilidad de ad-venida de quienes están por venir, de quienes han de habitar, justamente, el porvenir que imaginemos.

3

Para ser creíble como manifestación de aquel modo de justicia que se intuye y en el que se cree como la Justicia en el todo notodo de una comunidad dada – y luego, respetado como tal- el ordenamiento jurídico deberá, en tiempos signados por la complejidad, estructurar sus normas cada vez más como principios y, cada vez menos, como reglas.

Asumirá, además, que el tiempo discreto de los individuos –medidas mínimas, atómicas, de un todo que se forma por su adición y que desde la teoría jurídica se entiende, extraña y habitualmente, como mayor a la suma de sus partes- ha culminado desde el instante mismo en el que la Verdad dejó de entenderse unívoca y absoluta en su uni-vocidad; desde el momento exacto en el que el culto secular a la razón dejó entrever, él también, su condición de fe.

En la temporalidad continua, en la relatividad de vero-símiles-verdades posibles, la subjetividad ya no puede hipostasiarse en un ente unidimensional y siempre igual a sí mismo: la persona (lo que resuena a través de la máscara pero no se ve) el sujeto de derecho, los entes susceptibles de adquirir derechos y contraer obligaciones pueden reconocer y re-conocerse en un vere-dicto; el hombre ya no.

La singularidad es, en contraposición al individuo de la modernidad, interdependiente del universal (aquel Nosotros del todo limitado que re-crea la fiesta de la vida, del que hablaba Cacciari) en el que se inscribe y al que con-forma; reclama cada vez más ser escuchada, exige la consideración de su voz en una narración jurídica que va a condicionar ineludiblemente su rastro.

Un daño hecho a alguno es, en estos tiempos, un daño padecido por todos, un daño que com-promete a cada uno, que envía su eco disvalioso hacia el sentido de la promesa compartida.

Y ello, claro está, en cuanto fundamos lo no milagroso de nuestra (co)existencia en la común necesidad de no convivir con los daños.

Al fin, cuando Rorty sostiene que lo primero que pierden las víctimas es la voz, tal vez no esté diciendo, en cierto sentido, una cosa demasiado diferente a ésta: una sociedad de víctimas no es habitable, la pretensión de una “voz de las víctimas” no es legítima en cuanto conduce al totalitarismo (los “que no tienen voz” aspiran legítimamente a tenerla, no a sustituirla por una voz ajena que aspire a sustituirlos, ratificando su marginación) y al silencio (en cuanto una sola voz es, en su imposibilidad de comunicarse, ninguna voz)

El desafío de todo orden jurídico es hoy, la evitación del dolor.

Y en él, la creencia en (un modo propio de) la justicia como promesa insoslayable supone, ni más ni menos que, la posibilidad de un presente compartido; la fe en que lo que ha de ad-venir (el futuro) pueda ser y sea en su advenida, también él, un tiempo digno de fe.

BURGOS, OSVALDO R.; Será ficción. De Hamlet, Nietzsche y la injusticia del ser representado. El Derecho en la sociedad desestructurada, Estudios de pensamiento jurídico occidental, 1ª ed., Rosario, 2008. Nos referimos específicamente al texto titulado ¿Verdad o consecuencia?, página 13.


La consideración de la coexistencia en nuestras sociedades como milagrosas puede verse en TODOROV, TZVETAN; La vida en común. Ensayo de antropología general, traducción de Héctor Subirats, Alfaguara, 1ª ed., Buenos Aires, 2008.

MILNER, JEAN-CLAUDE; Las inclinaciones criminales de la Europa democrática, traducción de Irene Agoff, Manantial, 1ª ed., Buenos Aires, 2007, página 37.

ARENDT, HANNA; Responsabilidad y Juicio, traducción de Miguel Candel, Paidós Ibérica, 1ª ed., Barcelona, 2007, página 112.

MILNER, JEAN CLAUDE, ob. cit., aborda en la introducción la diferencia entre problema y cuestión (conceptos que pueden identificarse en francés con el mismo término) en cuanto el problema pide una solución y se inscribe en el orden de la objetividad (conceptual, material, de gestión, etc.) “Un problema existe aunque nadie lo plantee” dice, y la cuestión se inscribe en el orden de la lengua –solo existe a partir de que es planteada- y pide una respuesta.

MILNER, JEAN-CLAUDE, ib. idem., página 35.

CACCIARI, MASSIMO; Íconos de la Ley, traducción de Mónica B. Cragnolini, La Cebra, 1ª ed., Buenos Aires, 2009, página 106.

CACCIARI, MASSIMO; Ib. idem., página 58.

TODOROV, TZVETAN; ob. cit., página 205.

BURGOS, OSVALDO R.; ob. cit., páginas 12 y 13.

NIETZSCHE, FRIEDRICH; El origen de la tragedia, traducción Carlos Mahler, Andrómeda, Buenos Aires, 2003, página 69

DERRIDA, JACQUES; Fuerza de ley. El fundamento místico de la autoridad, traducción de Adolfo Barbería y Patricio Peñalver Gómez, 1ª edición, Tecnos, Madrid, 1997, página 47.

PRODI, PAOLO; Una historia de la Justicia. De la pluralidad de los fueros al dualismo moderno entre conciencia y derecho, traducción de Luciano Padilla López, 1ª edición, Katz, Madrid, 2008, página 14: “La ilusión de los iluministas y de los teóricos del Estado de derecho de creer que habían resuelto las tensiones y las imperfecciones de siglos anteriores, características de la etapa de gestación del mundo moderno, con un sistema de garantías estables y en cierto modo definitivas según las cuales derecho y ética coinciden, y la modelización del hombre moderno, con sus derechos subjetivos, es el fruto maduro de un nuevo edén.”

En la teoría de los derechos fundamentales de Robert Alexy; principios y reglas son normas. Mientras los principios son mandatos de optimización que pueden preservar su validez sin excluirse, pese a su colisión frente a una instancia concreta de juzgamiento; las reglas no admiten graduación, se cumplen o se incumplen absolutamente.

RORTY, RICHARD desarrolla este planteo en Filosofía y Futuro, traducción de Javier Calvo y Angela Ackermann, 1ª ed., Gedisa, Barcelona, 2002.


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