martes, 20 de octubre de 2009

LITERATURA JURÍDICA

UNA NUEVA OBRA EN EL ESPACIO PROPIO DEL DERECHO Y LA LITERATURA[*]

Juan Monroy Gálvez

Un campesino quiere entrar a la Ley, quiere vivir en ella. Pero la Ley es una casa muy grande y en la puerta hay un guardián gigante, armado y feroz que no se lo permite. “Por ahora no” le dice al campesino quien esperanzado le pregunta: “¿Más adelante, entonces?” y el guardián le contesta, no muy entusiasmado: “Tal vez”.
El campesino se sienta a esperar y un día, estando la puerta semiabierta, intenta mirar hacia adentro. El guardián se sonríe y le dice: “Si deseas tanto entrar, haz la prueba”, y le cuenta que luego de ingresar va a encontrar no sólo más puertas, sino también guardianes más fuertes que él; inclusive le dice: “Hay uno tan terrible que no puedo ni mirarlo”.
El campesino se pone a pensar que la Ley no debería ser tan inaccesible y llena de obstáculos pero, así y todo, sigue esperando. El guardián se compadece y le alcanza una banqueta, esas que no tienen respaldar. El campesino espera días, años. Por momentos se desespera e intenta entrar, pero el guardián no lo deja, sin embargo le dice: “Todavía”.
Cada vez el campesino está más fuera de sí. Hay un momento en el que olvida para qué vino y entonces le ofrece bienes, es decir, lo intenta coimear. El guardián no lo deja entrar pero le acepta las dádivas explicándole porqué lo hace: “Acepto para que no vayas a creer que no has hecho lo suficiente”.
El campesino envejece y ya desesperado empieza a maldecir en silencio y después en voz alta. Pero no pasa nada. Entonces empieza a sentir que la oscuridad le llega a sus ojos, su vista se debilita. Así y todo, un día distingue un resplandor en la resguardada puerta de la Ley. Pronto comprende que no es una luz brillante sino que está a punto de morir. Lo sabe porque se le juntan todos sus recuerdos.
En ese estado le sobreviene una pregunta cuya necesidad de respuesta lo angustia. Le pide al guardián que se la responda. Éste se acerca, debe agacharse bastante porque en el tiempo transcurrido la diferencia física se ha acrecentado, además el campesino casi no tiene voz. El guardián, convertido en un gigante, le dice: “¿Qué quieres saber ahora? Eres insaciable”. Entonces el campesino le pregunta: “Si todos se esfuerzan por vivir en la ley, ¿por qué durante tantos años sólo yo he intentado entrar?”
Entonces el guardián comprende que el campesino está agonizando y como ya no escucha, le grita: “¡Nadie podía pretenderlo porque esta entrada era sólo para ti! Ahora voy a cerrarla”.
* * *
Considero extremadamente difícil que se pueda explicar, de manera más convincente y didáctica, lo que significa el sistema jurídico para los desprotegidos. O, si se quiere, no creo posible denunciar tan diáfanamente al Derecho como instrumento de dominación, como una superestructura al servicio de un sistema social que lo necesita para darle autoridad, permanencia y firmeza a la discriminación y exclusión sistemáticas que soportan extensas franjas de la sociedad. Kafka lo logra y no precisamente porque fue abogado, sino porque su genialidad desborda los límites del quehacer jurídico, en el entendido que éstos existieran y fueran exigidos por un aduanero del saber, por un triste guardián de la geografía del conocimiento.
Lo maravilloso del cuento[1] es su capacidad para producir una patética constatación respecto de las malas relaciones que se dan entre el derecho positivo y quienes lo soportan, usando apenas una sola categoría jurídica: la ley. Lo extraño, como toda persona que se acerque al conocimiento jurídico lo puede advertir, es que éste no es en modo alguno cicatero en recursos lingüísticos. Al contrario, las ideas jurídicas suelen ser expresadas empleándose, regularmente, un lenguaje en apariencia técnico aunque detrás de él se esconde el interés de construir un dialecto que sólo pueda ser conocido por los “iniciados”. Estos sacerdotes del nuevo culto, los abogados, consiguen así alejarse de la realidad y de sus problemas, alimentando a una ciencia que “evoluciona” a partir de la elaboración de nuevos y sofisticados conceptos que, a su vez, surgen de los producidos previamente por la misma teoría jurídica. Todo ello expresado en un lenguaje críptico que será mejor reconocido mientras más sofisticado y oscuro sea.
Nuestra sorpresa ante el misterio kafkiano de producir el mejor derecho (aquel que no repite ni recrea conceptos, sino que interpreta la realidad) prescindiendo del empleo de categorías jurídicas, puede tener más de una explicación. Intentemos algunas.
a) La vigencia de una formación jurídica esclerotizada y de una sola vía: Como sabemos, nuestras escuelas de derecho están capturadas desde siempre por un Paleopositivismo rabioso que consiste en “enseñar” a memorizar la ley. En estricto, a todo lo que aspira el “profesor” es a que los estudiantes capturen conceptos y definiciones y las asimilen como si fueran verdades inmutables.
La referencia a que la formación jurídica es de una sola vía, tiene que ver con la actitud del docente de considerar que el diálogo con el estudiante es una pérdida de tiempo, razón por la cual éste queda prohibido. Todo se reduce a su “dictado”, el cual consiste, literalmente, en hablar o leer ininterrumpidamente.
b) Una formación jurídica excluyente: Éste es un rasgo que está en la causa de que la relación entre Derecho y Literatura sea en sede nacional casi inexistente. Los estudios jurídicos formalizados y repetidos en las facultades hasta la desesperación son autopoyéticos, esto es, evolucionan a partir de variaciones de las categorías generales abstractas con las cuales empezó la formación, es decir, se trata de una profundización vertical de los conocimientos. Los estudios jurídicos no evolucionan interdisciplinariamente, es decir, carecen de desplazamiento horizontal, al contrario, cualquier intento de hacerlo suele ser considerado un desperdicio.
Ésta es la razón por la que los estudios sociológicos o históricos sobre el Derecho han sido eliminados de los planes de estudios. Por cierto este rechazo se acrecienta en el caso de la filosofía y la ética. Este abandono de la formación humanística integral está, sin duda, en el origen del más profundo desprestigio que puede estar soportando la profesión jurídica en la hora actual. Sobrecoge constatar la cantidad de abogados que han hecho de la política su profesión y de la cosa pública su botín.
En consecuencia, en un ámbito formativo en donde la sociología, la economía, la historia, el arte y, sobre todo, la literatura no son temas del estudiante ni del jurista, no debe resultar extraño estar recibiendo sus consecuencias, ejercemos una profesión asentada en el auge de un antivalor: la desconfianza.
El rasgo más notorio en la formación jurídica nuestra es, entonces, la ausencia de estudios interdiscipinarios. El abogado suele asumir una posición infranqueable respecto de la posibilidad de recibir información de otros ámbitos de producción del espíritu que le den sustento a sus datos. Inclusive suele ser refractario hasta de aquellas expresiones esenciales del saber que le permitirían tener una concepción del mundo, me refiero a la filosofía. Es muy extraño encontrar en sede nacional abogados que, a la manera de Max Scheler, se pregunten sobre el puesto del hombre en el cosmos.
Aún cuando no sirva de consuelo ni remedio, podemos afirmar que lo expresado no es un defecto nativo. Curioso destino de nuestra civilización, en los centros de enseñanza superior los intelectuales afinan su información tecnológica a fin de hacerla más lucrativa y en los hechos expresan su desinterés o desprecio por proveerse de una cultura humanística. El resultado es patético: vivimos en la sociedad del riesgo, hemos perdido el derecho a pensar en el futuro. En el ámbito específico de la profesión jurídica, casi todo el desempeño profesional del abogado consiste en lanzar dentelladas con nuestro afilado saber para que el presente crematístico nos reconozca “exitosos”. Eso es el Derecho hoy, nos entrenamos para que el resultado favorezca a nuestro cliente, sin importar cómo.
Sin embargo, en medio de este marasmo, cuando en nuestro ejercicio profesional estamos a punto de asfixiarnos de incisos y uno que otro latinajo infame, nos inunda una noticia refrescante; un salvavidas en forma de libro y, además, llegado del Misti. Me estoy refiriendo a la obra del profesor Carlos Ramos Núñez.
Este trabajo, ameno pero profundo, prolijo pero agradable, se inserta de manera medular en la lucha por reivindicar esta liberación de las aduanas mentales que han convertido a las tipologías del conocimiento en fronteras infranqueables del saber; en límites a los avances espirituales del hombre. Mal concebida y peor entendidas, lo que sólo son criterios para precisar los ámbitos de los objetos de estudio de las disciplinas científicas y del arte, se han convertido en murallas inexpugnables. En esta materia está vigente una regla implícita: si eres abogado, ¿qué haces perdiendo el tiempo con Ernest Hemingway, Rodolfo Walsh, Primo Levi, Eduardo Galeano, Miguel Bonasso, Miguel Gutiérrez, Oswaldo Reynoso, Manuel Scorza o Gregorio Martínez?
Casi lo mismo podría afirmarse respecto de aquel abogado que expresara su preocupación por conocer las causas y las consecuencias de los hechos que crearon las condiciones para que tal o cual acontecimiento jurídico –una nueva constitución, por ejemplo– ingresara a la historia de su pueblo. Es decir, que sustituya la mezquina revisión memorística de fechas memorables por el estudio de los acontecimientos sociales que marcaron a su comunidad[2].
Carlos Ramos, consolidando una vigencia reconocida y apreciada en el pensamiento jurídico peruano, nos contagia por medio de su reciente obra de una creencia: es posible hacer Derecho, y de gran calidad, desde fuera de los límites epistemológicos del saber jurídico. En esa misma medida, nos persuade también que el jurista que realice tal empalme con las ciencias que rodean y tratan, desde ópticas distintas, su mismo objeto de estudio, el fenómeno social, va a conseguir integrar su información jurídica con el medio en donde ésta se concreta. Un dato histórico, una narración literaria, un dato antropológico o una investigación sociológica, son excelentes instrumentos para impedir que la información jurídica quede desmembrada de su contexto histórico y social.
Expreso mi admiración por la persistencia de Carlos y su equipo en abrir los espacios de discusión jurídica a disciplinas y saberes que no sólo refuerzan lo que un abogado sabe sobre su tema, sino lo colocan en la posibilidad de trascender sus objetivos. Tal vez esta concepción pluridisciplinaria de investigar en Derecho, sea el método al cual se refería Cappelletti cuando le pedía al jurista que asuma un compromiso más decidido e íntegro con su sociedad[3].
Son muchos los casos en los cuales la historia, la literatura y el arte cumplen una función de esclarecimiento y desmitificación del saber jurídico. Por si tal aporte fuera poco, son también muchos los casos en donde la literatura se anticipa a la información jurídica. Constituye una agradable aventura del espíritu advertir que aquello que se “descubre” sobre tal o cual institución, ha tenido previamente una aproximación emocional que el supremo arte de la imaginación literaria lo ha mostrado antes, además, con belleza singular. Como dice Wilde: “El arte se anticipa a la naturaleza”.
Intento decir que se puede hacer literatura fantástica desde el derecho; o se puede definir con claridad meridiana la inutilidad de una institución jurídica desde una narración. Asimismo, desde un dato procesal se puede conocer la evolución histórica de una sociedad. En el Espéculo, un viejo ordenamiento español, los testimonios de tres mujeres equivalían al de un hombre. No hay mucho más que decir para advertir que esa norma estuvo vigente en una sociedad medieval.
Y, por supuesto, un dato histórico puede aclarar totalmente un aspecto jurídico que antes de conocerlo se tornaba ambiguo. A mí me ocurrió. Un día me enteré que Hermes, el dios griego de los comerciantes, es también el dios de los ladrones. Ese día desaparecieron muchas confusiones que tenía sobre los verdaderos fines del derecho empresarial.
Debo agradecer sentidamente al profesor Carlos Ramos Núñez por el trabajo realizado. Específicamente por la cantidad de información valiosa que espontáneamente puede incorporar quien se acerque a la lectura de su obra. El agradecimiento se debe también al hecho de reiterar su compromiso con esta nueva corriente o movimiento del pensamiento que es “Derecho y Literatura”.
Y lo último, aunque no sea lo último, es para decirle a Carlos que quienes pensamos como él, le agradecemos cooperar en la hazaña ciclópea de convertir los salones de clase de derecho de nuestro país, de conventillos memorísticos, en ateneos del Derecho y de la cultura humanística.
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[*] Versión escrita de la presentación al libro “La pluma y la ley. Abogados y jueces en la narrativa peruana” (Lima: Fondo Editorial de la Universidad de Lima. 2007. pp.252), de Carlos RAMOS NUÑEZ. El evento se celebró en la referida universidad el 30 de mayo de 2007 y contó con la participación del escritor Oswaldo REYNOSO y del profesor Bartolomé CLAVERO. Se ha adecuado el texto y se han agregado notas bibliográficas.
[1] El cuento se llama “Ante la ley” y fue escrito por Kafka en el invierno de 1914. Unos meses antes, en el otoño del mismo año, había empezado a escribir “El Proceso”. El cuento fue publicado por primera vez en 1916; en cambio “El Proceso” recién en 1925. Uno los datos, porque el cuento fue incorporado a la novela y allí quedó.
[2] Éste es también el reclamo de Zagrebelsky: “En particular, ¿se puede esperar que la “parte histórica” que no debe faltar en los libros de derecho sea algo distinto del tributo a un canon de la literatura jurídica, y que la referencia a eventos del pasado sea diferente a una simple coquetería? En resumen, ¿se puede dar a la historia un lugar y un significado de orden metodológico?”. ZAGREBELSKY, Gustavo. “Historia y Constitución”. Madrid: Trotta. 2005. p. 27.
[3] “Los juristas, como los filósofos de Marx, no tienen solamente la tarea de interpretar el mundo, sino también de transformarlo”. Citado por MONROY PALACIOS, Juan. Presentación a Revista Peruana de Derecho Procesal, Nº 1, 1997, p. 1.

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