martes, 11 de mayo de 2010

MITOLOGÍA JURÍDICA

OSVALDO R. BURGOS

 

El parámetro Admeto



El transcurso del individuo jurídico, desde lo útil hacia lo banal. La vacuidad conceptual de un “análisis económico” del derecho.

Comencemos por resumir el relato que habrá de ocuparnos.

Según la información aportada por Pierre Grimal, en su Diccionario de Mitología Griega y Romana, cotejada con la versión de Robert Graves en Los mitos griegos:

Admeto era rey de Feras, en Tesalia, hijo de Feres, que había dado su nombre al país, y de Periclímene.

En su juventud participó de la cacería del jabalí en Calidón y en la expedición de los Argonautas. Por disposición de Zeus –quien así lo decidiera, ante un reclamo de Hades contra el médico Asclepio, hijo de Apolo, quien intentaba arrebatar un alma del país de los muertos- tuvo a Apolo por boyero. Años después, se enamoró de Alcestis, hija de Pelias, rey de Yolco. Éste había resuelto no entregar a su hija sino a un hombre cuyo carro llevara uncido bajo un mismo yugo un león y un jabalí. Admeto se valió del buen trato que le había dado durante el tiempo de su servidumbre, para requerir de Apolo el necesario atelaje para eso. Habiendo logrado la mano de la doncella, gracias a la ayuda del dios, Admeto omitió, al celebrarse la boda, hacer un sacrificio a Ártemis. Ésta, enojada, llenó de serpientes el aposento nupcial. Apolo le prometió aplacar a su hermana y al propio tiempo pidió a los Hados la gracia de que aquél no muriese el día designado por la suerte, si se presentaba alguien dispuesto a morir en su lugar. Para conseguir este favor, Apolo se valió de un subterfugio y embriagó a los Hados. Sin embargo, llegado el día señalado como el último de Admeto, ninguno de sus padres consintió en sacrificarse por él, eligiendo ambos conservar su escaso resto de vida. Solo Alcestis se resignó, por amor, a morir en lugar de su esposo. Ocurrió, sin embargo, que Heracles, su antiguo compañero en la expedición de los Argonautas, se encontraba de paso en Feras, cuando falleció Alcestis. Al no ver en palacio más que gente enlutada y no oír sino lamentaciones, preguntó la causa de ello, y cuando supo la muerte de la reina, descendió a los infiernos, para regresar con Alcestis, más joven y hermosa que nunca. Tal es la versión seguida por Eurípides en su drama (titulado precisamente) “Alcestis”. Según otra tradición, Heracles no intervino en la resurrección de la joven sino que Perséfone, admirada ante su sacrificio, la devolvió espontáneamente a la luz.


Frente al relato de esta historia, nuestra observación es simple: habría, hoy, un parámetro Admeto que ha sustituido sin más, en la coexistencia, a la vieja figura del buen padre de familia que deambula todavía, sin ninguna suerte, por la letra de nuestros ordenamientos positivos.



Arraigados aún en lo edípico –la rebeldía ante el oráculo, la búsqueda de un camino propio, el poder obtenido por mérito, la reacción trágica ante la comprobación del daño, la imposición del castigo y la íntima lealtad filial en el destierro- nuestros habituales métodos de interpretación se revelarían, entonces, como harto insuficientes, ante la irrupción evidente de este nuevo parámetro de conducta.

Si Edipo anulaba el deseo en la ratificación trágica de lo inexorable; Admeto exacerba la pretensión de ejercicio de los derechos adquiridos. Volveremos sobre esta apreciación a lo largo de las presentes líneas.

Repasemos, por ahora, los hechos que lo involucran:



a) En la disputa entre Zeus y Apolo –iniciada por el desatino del médico Asclepio, hijo de este último, quien resucitara a un muerto- el hijo de Leto es condenado a un año de trabajos forzados en el redil de Admeto, quien se beneficia disponiendo de un dios olímpico como esclavo.

b) Apelando al buen trato que le había dispensado en ese tiempo; Admeto recurre a la ayuda extraordinaria del dios, para conquistar a Alcestis. Supera, así, una prueba que se presentaba como absolutamente ajena a sus posibilidades humanas.

c) Habiendo obtenido la venia nupcial por la intervención divina; olvida, sin embargo, realizar los sacrificios debidos en esa instancia.

d) Ante el nuevo inconveniente producido por su olvido, vuelve a recurrir a Apolo quien, no solo, aplaca en su nombre a la diosa Artemis, sino que le concede una gracia extraordinaria –aunque condicional- obtenida por medios corruptos.

e) Llegado el momento, Admeto pretende ejercer el don recibido y corre hacia la casa de sus padres, a quienes propone, sin hesitación, que mueran en su lugar. De ninguna manera considera indigna la proposición –que, además, asume útil, en la cuenta de los años, propios y ajenos, por vivir- en cambio, entiende ofensiva la inesperada respuesta negativa que le es dada.

f) En su desesperación, recibe de Alcestis la ofrenda de su propia vida y, luego, responsabiliza a sus progenitores por la pérdida de su cónyuge.

g) Sea que Heracles haya logrado, o Perséfone dispuesto, el regreso de Alcestis a la vida; Admeto vuelve a beneficiarse sin que ello implique, a sus ojos, ninguna obligación sobreviviente (Pero, ¿Cómo seguir viviendo junto a alguien que ya ha dado la vida por nosotros?)



Señalábamos hace ya algunos años:

“La comodidad bien podría abordarse como el signo fundacional de este tiempo sin tiempo. Un no valor globalizado, que el interés vacuo del no discurso dispersa, incesante, por sobre esa monótona sucesión de no lugares en los que ha decidido convertir a los antiguos países.

Desde los larguísimos siglos pretaylorianos de la pereza artesana y aprendiz, pasando por la aceleración fordista y su consecuente fatiga industrial, tal vez ninguna característica individual haya representado una era haciendo gala de tanta fortaleza y claridad de concepto”



Abdicando de la misma voluntad heroica que requiere a los otros, Admeto se refugia en el reconocimiento de su propio derecho subjetivo como única referencia de justicia.

Sin embargo, llegado este punto, se impone la necesidad de hacer algunas aclaraciones:



1) La pretensión de evaluar la pertinencia, o no, del cumplimiento de un mandato, ante cada instancia de imposición de juridicidad; priva al mandato de su condición de tal y de-niega toda previsibilidad sistémica. Si solo se cumple lo que nos beneficia, nada se cumple.

2) Una decisión fundada exclusivamente en razones utilitarias, acaba por negar el propio concepto de utilidad que la impulsa. Ello así, en cuanto la utilidad transporta conceptualmente sobre sí, necesariamente, un para qué, que impone la consideración de una referencia exógena a su cálculo.

3) La pérdida de toda referencia envía lo útil hacia lo banal.



Desde su condición de sujeto beneficiado en la expectativa por un derecho sujeto, a su vez y precisamente, a la condición de concurrir con una voluntad ajena:



¿Cómo legitima, Admeto, su decisión indeclinable de ejercer la gracia condicional, arrancada por Apolo a los Hados en su beneficio, de hacerla valer como un derecho adquirido y de requerir a los demás el cumplimiento de las condiciones que habrán de posibilitarla? Valiéndose de un cálculo de utilidad irreprochable como tal, que bien puede observarse extendido en tres planos de significación notoriamente diferenciados;

a) Para él mismo, es mucho más útil seguir con vida, que morir.

b) Para las individualidades que considera en su análisis –su esposa, sus hijos- es más valiosa su propia vida, que la de sus padres.

c) Para el interés público, la pérdida de la vida de sus padres es menos gravosa –medida en años de subsistencia- que la suya propia.



Sin embargo, ninguna vida es apta de ser medida por nadie más que aquél que la vive. De alguna manera más o menos expresa, medir es apropiarse.



En la concurrencia del interés personal y del interés público, el individuo Admeto elige dirigirse a sus padres, atribuyéndoles una obligación de sacrificio, que éstos no aceptan.

Siguiendo el relato de Graves:

“Admeto corrió a ver a sus ancianos padres, y les suplicó, primero a uno y luego al otro, que le entregaran lo poco que quedaba de su existencia. Ambos se negaron rotundamente, diciendo que debería contentarse con su suerte, como hacía todo el mundo” .



Admeto corre hacia la residencia de Feres y de Periclímene; les exige, por turno, una decisión inmediata -o, mejor, la aceptación de aquello que él, en su apropiación del interés común, ya había decidido por ellos, ya había dispuesto- les requiere el tributo que el momento exige; una escisión, un corte.

Detengámonos, por un momento, en este trayecto.

Del mismo modo en el que Albert Camus sostiene que “hay que imaginar a Sísifo dichoso” mientras inicia el descenso hacia el eviterno punto de partida de su castigo; debiéramos imaginar a Admeto descontando una respuesta positiva a su pedido mortal, convencido de ella, apelando a la serena alegría del deber cumplido, por parte de aquellos a quienes solo les quedaba un resto de existencia.

Al igual que Narciso acercándose al agua; él viaja, en su carrera, hacia el espejo –que no son sino sus padres, por turno- imposibilitado de ver su imagen.



¿Cómo negarse –y cómo no negarse, además en cuanto no hay respuesta posible, para quienes han sido execrados del cálculo que sustenta el interés común- a una petición tan racional?

¿Con qué criterios irían a impedirle, sus propios padres, el goce de una gracia dispuesta por los dioses? O ¿Cómo no se lo impedirían, si esa comunidad del interés no es, en modo alguno, comunión?

¿Por qué no le darían la vida –el resabio, el resto de su vida- aquellos que, una vez, le dieron vida? O, bien ¿Por qué debieran dársela?

La respuesta negativa, sin dudas, lo sorprende.

Todo sacrificio es inútil, para aquel que es parte de la ofrenda.

En la contradicción de su propuesta, Admeto queda atrapado en el espejo de individualidades que lo niegan y que, una vez, posibilitaron su yo.

Feres y Periclimene son él mismo y, entonces, mal pueden darle lo que llegó a implorarles.



En un envío de siglos, frente a un mundo de esquirlas conceptuales y huérfano de teoría Admeto es, exactamente, el justiciable pensado por el análisis económico del derecho.

En su estigmatización como parámetro, ha perdido la referencia compartida de un nosotros, la huella de un sentido común en el que los de-más no son una parte sino otra necesaria percepción del todo que, en la conversación plural, nos justifica.

Exhibiendo su pretensión de apropiarse individualmente de la noción compartida de Justicia -sustrayéndola y sustrayéndose, por ella, al derecho común- expresa una inaudita e inasible crisis de credibilidad; victimizado, transcurre desde la resignación hacia la excusa.



Intentemos apreciar ahora, adecuadamente, la magnitud de su osadía:

El dilema que (im)porta en su carrera hacia la morada paterna, excede las habituales apreciaciones de todo juicio de responsabilidad, durante el imperio del parámetro edípico, que aún perdura: no se trata ya de matar o de impedir que otro mate –según una clásica distinción de Carlos Nino, para quien el deber de no matar es mucho más fuerte que el deber de impedir que otros lo hagan - sino de proponer la muerte voluntaria por razones de utilidad, de solicitar a algún otro la entrega de su vida para seguir viviendo, invocando un interés común.

¿Bajo qué consideraciones excusarse si esa petición –que no es sino la máscara frágil de una imposición sacrificial- se hace, además, al margen de todo abuso de derecho, en la invocación de una gracia divina jurídicamente válida? Pero cualquier vida vale la vida del elegido por los dioses: alguien tiene que morir, de todos modos.



Esta última cuestión es la que envía nuestro análisis de este comportamiento paradigmático, hacia un territorio de Justicia; de una Justicia a la que nunca se tiene –porque no se puede tener- derecho.

Las leyes del espejo son irreductibles; Narciso es tragado por su propio reflejo.

La Justicia no es útil, no sirve a nada más que sí misma, no refleja otra imagen más que aquella en la que se cree. Entonces, ¿Cómo de-terminar aún lo útil, sin asumir el compromiso de pensar en lo que sigue? ¿Cómo re-presentarse lo aún no advenido sin recurrir a una referencia común?

O, en términos aún más directos, ¿Cómo juzgar a alguien que es, decididamente, un otro? y, desde una mirada especular, ¿Por qué aceptar el derecho que es de otro, que ha sido impuesto, dictado por otro y sacrificarse por él?

Ningún sacrificio es sustentable, desde argumentos utilitarios. El parámetro Admeto se anula por la contradicción de sus términos; multiplicado en la coexistencia instaura la amenaza de disgregación.

Quien dispone, quien oficia la violencia del rito sobre la piedra sacrificial ha de ser, necesariamente, la voz de alguien más –el intérprete de la creencia común- aquel al que se con-cede el privilegio de invocar lo creído. Y esa concesión se hace, justamente, a partir del despojo de su mismidad.

La convicción de que algo así como lo justo es posible cada vez, no excede los límites de la fe –que es, siempre, claro está, una fe compartida-.

Despojado de la creencia, ningún ajusticiamiento es más que una parodia; no todo lo posible es deseable; no todo lo deseable es exigible.



Proyectando su percepción singular del universal humanidad que lo involucra como lo humano, sin más; el hombre banal de estos tiempos cómodos se apropia de la intuición compartida de Justicia –“lo que es justo para mí, lo que es justo para nosotros, es, en sí, lo justo”, parece decir- y pretende un acontecimiento imposible –“que se (me) haga Justicia”, esto es, “que hagan, los demás, lo que yo entiendo por justo”, aunque para ello, alguien deba morir.

Semejante hipóstasis de lo útil como si fuera condición suficiente y bastante de lo justo; semejante reducción de las singularidades coexistentes a meros intereses en pugna, no pueden ser gratuitas.

En el escenario de contienda y desinterés que plantean, la exacerbación de los derechos adquiridos nos retorna hacia un territorio de venganza.



Allí, la adopción del parámetro Admeto por el justiciable del análisis económico del Derecho, acaba por negar, en sí, todo derecho.

Tal es la conclusión final de este trabajo. Aunque, a costa de nuestra utilidad, por el solo fin de hacer(le) justicia, debemos señalar que no se trata, precisamente, de una afirmación novedosa: en la soledad concurrida de un castillo de Elsinore, hace largas centurias, Hamlet ya lo había apreciado más que suficientemente.

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Edipo nunca supo, hasta bien avanzado el juicio que inició su caída en desgracia, que Yocasta era su madre. No imaginó, siquiera, que aquel hombre que había matado en el camino a Tebas era el rey Layo y mucho menos, claro está, que éste era su padre biológico.


Como suele observar Foucault, Edipo Rey es un relato sobre el poder.

En él, quien fuera el vencedor de la Esfinge y accediera al lecho de su madre como un premio -por decisión política- pretende conservar hasta último momento su condición de soberano, a cualquier costo. Busca pruebas que lo absuelvan y desmientan lo evidente.

No hay ningún deseo inconsciente en la historia edípica sino, en todo caso, el encuentro sin búsqueda de un destino ya profetizado, al que se llega aún intentando escapar de él. Es decir, justamente, la anulación de todo deseo frente a la inexorabilidad de un destino al que Edipo no puede torcer, aunque lo intente.

Más allá de la validez, o no, de las observaciones que sustentan la noción del inconsciente freudiano, parece indubitable también, que Edipo no era el mejor ejemplo para graficarlo: el relato de su historia solo ratifica la certeza del augurio que portaba sobre sí.



BURGOS, Osvaldo R.; Será Ficción. De Hamlet, Nietzsche y la (in)justicia del ser representado. El derecho en la sociedad desestructurada, página 101.

GRAVES, Robert; Los mitos griegos, página 75

En el mes de mayo de 2009, dictamos una conferencia en La Grita, Venezuela (En el marco de un Congreso internacional de filosofía política) justamente con esta frase a modo de título.

NINO, Carlos; Derecho, Moral y Política. I. Metaética, ética normativa y teoría jurídica., página 68.



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