Riva-Agüero, la Universidad
Católica y el Tribunal Constitucional
Carlos Ramos Núñez
Abogado y profesor de Historia
del Derecho
Un personaje
de la novela de Julio Ramón Ribeyro, Los
genieciellos dominicales, el doctor Font fulmina al estudiante de Derecho,
Ludo, con una terrible frase: “En el
Perú los grandes juicios se ganan en el palacio de gobierno, no en los
tribunales”. El caso PUCP parece ser uno
de esos casos. No solo por el cuantioso patrimonio de la Universidad que se
persigue, sino también la magnitud de disputa ideológica que se halla de por
medio. También se halla en pos de toda la estructura administrativa, editorial
y académica de la universidad. No sería extraño entonces que el gobierno
anterior hubiera podido influir en el contenido de la sentencia emitida por el
TC, del mismo modo como acostumbraba decidir la composición de este organismo
del Estado por medio de aprobaciones, vetos políticos o la simple inercia para
prolongar el mandato de los magistrados. Muchos políticos del oficialismo, lo
mismo que el presidente de la Corte Suprema y el presidente de la Corte
Superior, vinculado al partido de gobierno de la época, suscribieron, el 27 de
julio de 2010, un comunicado a favor del Arzobispo de Lima, en pleno conflicto
judicial.
Precisamente
ahora se halla pendiente de expedición una nueva resolución del Tribunal
Constitucional acerca del conflicto entre la PUCP y el Arzobispo de Lima. La sentencia
anterior del 17 de marzo de 2010, dictada en mayoría, abiertamente favorable al
prelado estuvo marcada por la incoherencia discursiva, la parcialidad
manifiesta, el grosero rompimiento de la cosa juzgada, y las serias
dudas sobre su autoría, legitimidad e independencia. Como ocurrió con otros grandes casos de nuestra
historia judicial ¿emergió esta sentencia acaso en los extramuros de las cortes
de justicia? ¿En palacio de gobierno? ¿En un Estudio de San Isidro? ¿En la
Universidad de Navarra? La verdad algún día saldrá a luz. Lo que se sabe es que
el gobierno anterior colocó estratégicamente estrechos colaboradores del primado
en embajadas estratégicas. Desde allí se obtuvieron informes jurídicos
favorables para la causa del prelado. Para los embajadores desde la
privilegiada posición de agentes del Estado peruano era fácil socavar ante la
Santa Sede los créditos de la PUCP e indisponerla ante las autoridades
eclesiásticas.
En realidad,
no había necesidad de una declaración del Tribunal Constitucional para
conseguir el reconocimiento del derecho de propiedad de la PUCP. Es como si el
derecho a la vida o la salud exigieran un reconocimiento previo. El disfrute del
dominio (y, en consecuencia su plena administración) no requería de un
reconocimiento judicial, menos todavía en sede constitucional. Se trata de un derecho per se, intrínseco, que se deriva de los títulos; es decir, la adquisición a título
oneroso o gratuito a lo largo del tiempo, como en efecto, se han adquirido los
bienes de la Universidad Católica. Irónicamente, el TC ha reconocido y dudo que
ahora pueda retractarse la plena titularidad de la propiedad de la PUCP. En ese momento, no se utilizaba la táctica maximalista
de considerar tales bienes como eclesiásticos. Esa argumentación vendría más tarde con motivo de sucesivos
reveses judiciales del Arzobispado en los tribunales ordinarios.
Una despistada
Sala Civil entendió que la parte expositiva de aquélla y no del mandato o parte
resolutiva, debía anotarse en el Registro de la Propiedad Inmueble. Algo
inaudito, pues ni siquiera el TC lo había ordenado. Por mayoría la Sala Civil
dispuso que todos los bienes de la Universidad, procedieran o no de la
testamentaria de José de la Riva-Agüero, figurasen a nombre de la Junta de
Administración. Existen bienes registrados que fueron adquiridos por la Universidad
Católica inclusive antes de la muerte de Riva-Agüero el 25 de octubre de 1944,
otros que lo fueron con donaciones particulares, de gobiernos y fundaciones
extranjeras o con las pensiones de los estudiantes, sin que tuvieran por causa
de la adquisición ni el patrimonio ni los testamentos del gran peruanista. Bastaría
para comprobarlo una comprobación registral y contable. Asunto que justamente
tiene que ventilarse en los juzgados civiles.
Esta vez la defensa del Arzobispo, por medio
de la discutida figura de la apelación por salto, curiosamente aplicado para el
caso de la PUCP, insólitamente por la parte demandada, cuando solo podría
hacerlo la parte demandante, ha requerido al TC que impida a la justicia
ordinaria el conocimiento de cualquier causa que se refiera a la interpretación
de los testamentos de don José de la Riva-Agüero. Quiere además que el acuerdo
válido del 13 de julio de 1994 celebrado con todas las de ley entre el
representante del Monseñor Augusto Vargas Alzamora, el canonista, Carlos
Valderrama, y el representante de la PUCP, Salomón Lerner, que limitaba las
funciones de la Junta de Administración, esa suerte de albaceazgo perpetuo,
contrario a la Ley Universitaria, sea declarado ineficaz no por los tribunales
ordinarios, sino por el Tribunal Constitucional. Eso solo podría hacerse a través de un proceso
de conocimiento ante la justicia civil con estación de pruebas incluida. No me
sorprendería, sin embargo si el TC opta por acoger la extraña apelación por
salto del Arzobispo. Uno de los magistrados preguntado sobre su militancia partidaria,
sostuvo con ingenio criollo: “Uno no se acuesta hereje y amanece monje”. Sin
embargo, tal conversión se materializó. La mayoría de jueces suscribió una sentencia en la que, refiriéndose a la supuesta
voluntad de Riva-Agüero, se lee:
“A este prominente peruano no le asaltó
la idea de si la Universidad estaría en manos de Jesuitas, Dominicos o
Franciscanos; si encausaban su fe en la línea Opus Dei, del Padre de Andrea,
Sodalicio u otros.
Él solo pensaba en la Jerarquía
Católica, Apostólica y Romana, y punto.”
Con un
dogmatismo religioso de este tipo (hasta por las mayúsculas) queda claro que el
TC no es un órgano especializado en Derecho Civil. En su seno no existe ningún
juez o asesor, que la comunidad jurídica reconozca como técnicamente competente
para pronunciarse sobre el tema de actos jurídicos, legados y herencias. El conocimiento de los procesos que conciernen
a la interpretación testamentaria corresponde a la justicia común. La discusión
sobre los testamentos y sus alcances es inherente a la justicia civil a través
de sus distintas jerarquías. El TC no podría pronunciarse acerca de la
interpretación de las cláusulas testamentarias, más todavía cuando las causas
se hallan en pleno proceso y ningún órgano judicial se ha manifestado sobre el
fondo del asunto. El TC incumpliría así un elemental principio constitucional:
el respeto a la pluralidad de instancias. Avocándose además el conocimiento de
causas pendientes. Rompería además el principio del juez natural: un juez
constitucional invadiría los ámbitos de un juez civil. Ojalá que la lucidez se
apodere de los magistrados del TC y que se
disponga que la causa por los testamentos de Riva-Agüero se siga ventilando
ante jueces civiles especializados de cuyo ámbito nunca debió salir. De otro modo, las puertas de la justicia
supranacional estarían simplemente franqueadas.
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